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ANA NAVARRO

Si quieres silencio, apaga la música

Si quieres bajarte el mp3 que esta sonando en este momento ratonea en el grafico de abajo.

Aquí esta el primer relato de una lectora, Ana Navarro, cuarta parte de española, cuarta parte de americana, cuarta parte de griega, cuarto parte de catalana, cuarta parte de misterio, y así podría seguir con cuartas partes hasta el infinito, porque esta chica-escritora o escritora-chica, parece ser que no cumple las leyes rígidas de las matemáticas.

Yo lo leí hace ya algún tiempo, jure nunca mas hacerlo. Tu, lector, aquí lo tienes, si te arriesgas, ya estas avisado.. Si después de leerlo, quieres decir algo, me lo dices y te paso el email de Ana. No lo pongo aquí porque las direcciones que se ponen en una pagina Web, enseguida la encuentran los robots y la inundan el correo de ofertas de maravillosos trabajos, de viagras, fabulosos premios que te tocan si haber jugado, etc. etc.

 

BURBUJAHssss

            A ella siempre se le había hecho duro digerir la realidad. No es que se negara a comprender las articulaciones de la existencia, ni que la incertidumbre la incomodara, ni que procurara atar cabos sueltos donde no había más que interminables círculos viciosos... más bien era que no podía evitar retener los escombros lastrosos que, a ciegas, arrastraba en su estómago. Algo se le quedaba siempre ahí, sin filtrar, adherido a las paredes estomacales, creando burbujas de aire, pompas de vacío. Algo no terminaba de cuajar, tiras de mucosidades crudas colgaban de sus vísceras sin llegar nunca a transformarse en combustible, ni en producto desechable, ni en alimento que corriera por la sangre... sólo estaban ahí, molestando, engendrando falsas sensaciones de plenitud. Con lo cual, vivía en una continua hinchazón, en una pesadez gaseosa, llena pero vacía, vacía pero llena, en una constante predisposición a evacuar sin que un sólo elemento excremental lograra escapar de su rumiante estómago. Era incapaz de defecar su realidad. Miles de doctores le habían aconsejado no abusar del consumo de verduras, hacer abdominales, ejercicios de respiración, ingerir infusiones variopintas, masticar 20 veces cada alimento que pasara por su boca, ejercicios de salivación, comer sentada, de pie, de rodillas...nada había funcionado nunca más de tres días seguidos, ella seguía acumulando desechos, coleccionando pesadas inutilidades en su estómago.  Incluso cuando la madurez había llamado a su puerta y los choques entre sus mundos fantásticos y la efectividad de la existencia ya no eran tan traumáticos, las heces seguían negándose a abandonar los jugos intestinales.

            Hasta que, por fin, una noche de borrachera la llevó a la cama de un extraño. Eran las fiestas de San Isidro y una amiga había logrado arrastrarla a la plaza Mayor a beber sidra, engullir bocadillos de calamares y escuchar conciertos y, aunque sabía que los fritos no le sentaban nada bien y que al día siguiente su jefe la esperaba a las ocho de la mañana en el periódico, se dejó arrastrar y se dejó engullir y se dejó brindar al son de la música con un grupo de muchachos que les habían estado echando miraditas y ofreciendo cigarrillos. La sidra la envolvió a ella y a su estado gaseótico en una burbuja con hache detrás de la a, y, antes de poder darse cuenta, después de varios bailes rituales, durante un carcajeo explosivo, entre dos copas de vino, cuando ya no distinguía entre gases internos y externos, cayó en el sofá de la casa de su amiga bajo los imperantes efectos del alcohol. Y a su lado cayó un extraño de cara simpática.

            Soñó con un concurso de canciones, con un paseo por la playa cogida de la mano de un montoncito de lindas carcajadas, con una bandeja repleta de deliciosos alimentos grasientos y pesados. Cuando despertó, él la envolvía en sus brazos y ella sentía cómo la dilatada respiración del extraño se columpiaba en sus omóplatos, limpia de secreciones viscosas. El compás de aquella respiración junto con el tacto de aquellos brazos pincharon sus burbujas de aire, limaron sus ásperas entrañas. Y tuvo la instantánea necesidad de deponer. Saltó de la cama y corrió al baño y, al notar el frío plástico de la taza del water contra sus desnudas nalgas, sintió una placentera sensación orgásmica que atravesó su meridiano y que desalojó todo lo que le sobraba, sin sentir desgarre ni dentera ni desazón. Se encontró, de repente, vacía de todo lo que le había estado colmando y no supo si reir o llorar o volver al sofá y envolverse de nuevo en los brazos del extraño. Una simpática liviandad pareció esbozarle una sonrisa de cómplice y desapareció cual aureola fantasmal dejándola ahí, en la taza del water, con una sonrisa boba en la cara y unos intestinos desengrasados.

            Desgraciadamente aquella noche no había pasado más que eso, un profundo sueño con aroma a sidra y una matutina boñiga parida. Se dieron los teléfonos móviles entre carcajadas, tostadas, llamadas de teléfonos a sus respectivos trabajos para avisar de sus ausencias, cafés y mermelada, y se despidieron con abrazos. Pero ella había sentido más que un gozoso descanso, más que una noche de desinflamientos, más que una dulce resaca...se había sentido ligera.

            A partir de entonces, cada vez que ella recibía un mensaje en el móvil, o una llamada telefónica, o una noticia suya a través de algún amigo, esa orgásmica sensación de goce la atacaba por el recto y corría dando saltos de cabra montés a la taza del water. Era maravilloso sentir cómo los alimentos eran bienvenidos en sus intestinos, cómo se disgregaban en pequeñas partículas y cómo lo inservible era expulsado a otro medio. Una sensación de gracilidad, de limpieza interior, de paz suave y lila, le permitía percibirse como un ente portátil. Por supuesto, en seguida se enganchó a esta percepción.

            - Elena -le dijo una tarde a su amiga-, no sé qué hacer, hace un montón que no sé nada de él...¿lo llamo?

            - ¿Cuántos días llevas sin cagar?

            - Cinco.

            - Pues, hija, llámalo, que si no vas a reventar.

            - No me refiero a eso... ¿tu crees que me he enamorado? ¿Voy a estar enganchada a él toda mi vida? ¿No crees que sospechará algo cuando se dé cuenta de que cada cinco días lo llamo y antes de acabar la conversación tiro de la cadena del water?

            - Ay, pues no sé...tira de la cadena cuando hayas colgado, ¿no?

 

 

                                      xxxx

            Pero llegó un momento en el que oír su voz o leer un mensaje en el móvil o saber de él a través de un tercero no era suficiente para descargar todos sus escombros. Tenía que verlo, era preciso una aportación visual para que se consumara el hechizo. Comenzó por esperar a escondidas a que saliera de su portal todas las mañanas. Observaba cómo bajaba las escaleras del portal, cómo se paraba y miraba su reloj, cómo se colocaba la chaqueta, cómo se dirigía hacia la boca del metro. En cuanto bajaba por las escaleras mecánicas y desaparecía de su vista, un cosquilleo intraintestinal se apoderaba de sus gases y corría junto con ella al primer baño que encontraran. Se acostumbró a llevar el papel higiénico en el bolso por si la casualidad la llevaba a un repentino encuentro con él en la Casa del Libro, en la Fnac o en los bares de tapas. Sin embargo, después de varios meses el simple hecho de verlo tampoco llegaba a explotar sus intestinos, el hechizo pedía más y mejor, la dicha que se apoderaba de sus órganos intestinales al saberse ligera y portátil se había convertido en la necesidad básica a cubrir. Así que adquirió estrategias para provocar encuentros fortuitos que dieran como fruto algún tipo de conversación. Al principio se saludaban y se contaban meras anécdotas graciosas, pero hasta que no comenzaron a quedar periódicamente en los bares para hablar de los aspectos metafísicos de la vida, ella no adquirió unos hábitos regulares de evacuación. Cuanto más hablaban sobre la realidad y sobre sus múltiples interpretaciones, más deleite sentía ella al excretar y más cantidades de energía inútil huían de su fuero interno. Descubrió que lo que más placer le daba dentro de sus actividades cotidianas era defecar por las mañanas, después del desayuno. Sólo cuando salía de su casa descargada sentía ese acoplamiento con el mundo que antes nunca había podido saborear con una frecuencia tan golosamente periódica. De vez en cuando lo convencía para desayunar juntos y hablar sobre la legitimidad de la certidumbre, y esos días alcanzaba tal estado de éxtasis que podía sentir cómo sus pies apenas rozaban el suelo cuando caminaba.

         

            Durante una de estas conversaciones cosmológicas él le acarició la mano y le besó los labios. De tanto placer, ella sintió cómo su cuerpo desalojaba repentinamente una exuberante cantidad de elementos desechables y cómo se aplastaban contra sus posaderas, expandiendo una pestilencia fétida e impregnosa por todo el bar que provocó una huida masiva de los clientes...y no tuvo más remedio que confesarle su amor secreto.

             Vivieron un amor primaveral conversando en la taza del water, haciendo el amor en los baños públicos del Corte Inglés, comprando variados papeles higiénicos y recorriendo todas las tiendas de muebles donde hubiera muestras de cuartos de baño. Tanta era la energía que arrojaba como bolas de fuego al mundo, que apenas tenía momentos para recuperar material de expulsión. Para cuando decidieron irse a vivir juntos ella pesaba ocho kilos menos y el doctor les había impuesto una dieta estricta: dormir juntos sólo los fines de semana, no comer juntos más de dos veces por semana y hacer el amor única y exclusivamente en la cama.

           

                                                           

       

                                                           xxxx

             Un día ella despertó, como de costumbre, envuelta en los brazos de él, sintiendo la respiración columpiada en sus omóplatos, abrazada al calor de la familiaridad, y no tuvo necesidad de ir al lavabo. Empezó a notar la presencia de una incómoda pesadez jugando al escondite por entre sus intestinos ya en el trabajo. Enseguida la sensación de que algo marchaba mal comenzó a crear burbujas de aire en su estómago, a colocar capas grasientas y oxidadas por entre sus tubos digestivos y, antes de poder darse cuenta, la hinchadez la había acorralado de nuevo en una burbujah de gas sin salida.

 

            A media mañana se excusó del trabajo alegando un fuerte dolor de cabeza y caminó por el Retiro sintiendo el calor del sol veraniego en su nuca, dispuesta a establecer un serio diálogo con su estómago y a averiguar, de una vez por todas, la razón de sus desventuras indigestas. Mientras caminaba por el paseo del lago escuchó a lo lejos el sonido de un instrumento de viento que, de repente, pareció embaucarla en un sobrecogimiento etéreo. Siguiendo el silbido melismático llegó hasta un clarinete, y, detrás del clarinete, a un extraño de cara simpática. La desengrasada hondura del sonido del clarinete junto con la enjuagada mirada de aquel músico pincharon sus burbujas de aire, limaron sus ásperas entrañas. Y tuvo la instantánea necesidad de deponer.


 

          ABOLLADURassss

           

A

 

A los dieciséis años le habían diagnosticado “personalidad abollada”, y desde

entonces se había agarrado al clarinete como el único ente apto de pasar por alto sus abolladuras. Los demás eran incapaces de mirarlo sin que la vista se concentrara con una fijeza hipnotizadora en esos extraños abombamientos que le aparecían en la frente, o en los párpados, o por detrás de las orejas. Eran exóticas cavidades cóncavas que parecían bullir de la nada y que aparecían y desaparecían al ritmo de un antojo indescifrable. Algunas tenían el tamaño de un grano, molesto y puntual, chinche y antiestético, pero de importancia pasajera e irrelevante. Otras monopolizaban la atención del traseúnte, causando admiración por su tamaño y resplandor. De vez en cuando se formaban pequeñas comunidades de cavidades, con su tirano y sus súbditos, con sus rebeldes y sus bandidos, con sus inocentes y sus víctimas. Lo que albergaban en su interior era un misterioso hueco relleno de aire movedizo, que lo mismo aparentaba ser algo más allá de lo sabido, como desaparecía sin dejar más huella de lo que había sido.

 

BO

 

Cada vez que él notaba cómo un nuevo ahuecamiento comenzaba a trajinar y a

alborotarse, cogía su clarinete, se iba a la playa más desierta de toda la isla y tocaba a un ritmo de siete por ocho hasta quedarse sin aliento, hasta quedarse dormido con la cabeza apoyada en la boquilla del clarinete y la baba cayéndole por la comisura de los labios. Se soltaba a sí mismo en una de sus notas y se dejaba abstraer hasta olvidarse de sus hormigueos ambulantes, hasta olvidarse de su propia respiración. Entonces su abuelo, que salía cada madrugada a pasear y a darse un baño, lo recogía, lo llevaba al porche de su casa y lo dejaba ahí, durmiendo en una hamaca, colgado del aura. Y cuando el sol ya calentaba lo suficiente como para que las abolladuras empezaran a derretirse y a disolverse entre el vaivén de las olas mañaneras, él despertaba, entraba en casa... y su abuela siempre tenía el café a punto de hervir en el fogón eléctrico.


LLA

 

Tampoco resultaba demasiado difícil padecer de personalidad abollada en Alónisos. Cualquier otra isla de Grecia habría sido inundada por turistas ingleses y alemanes en el estío, justo cuando los abultamientos se desperezaban y se relajaban, justo cuando se moldeaban con la facilidad suficiente como para disfrazar su severo diagnóstico. El verano era el único momento en el que se podía olvidar de sus ahuecados bollos, tan molestos y empalagosos. Sólo entonces podía disfrutar de sus paseos y de su mar sin que la mirada omnipresente lo angustiara con un rebombamiento de juicios. Con el frío, sin embargo, las abolladuras se encrespaban y se erizaban, como un gato en celo, exigiendo una atención prioritaria, causando una fatiga mareosa, y se sentía incapaz de arrinconar su existencia. Las bajas temperaturas lo infiltraban en múltiples círculos viciosos de los que no hallaba salida alguna. Muchas veces estos abolsamientos ramificaban en efectos secundarios que podían llegar a producir lumbago, dolores de huesos e incluso pequeñas infecciones con intrusos de pus. Con lo cual, los inviernos se veía obligado a permanecer en casa de sus abuelos, junto a su manta eléctrica y su café, junto a su clarinete y a sus libros, junto a la soledad del que se sabe enfermo.


 

DU

A él le encantaba el olor del café griego. Muchas veces se sentaba al lado del fogón, cerraba los ojos y jugaba a adivinar el momento exacto en el que el café caliente ascendía por la cazuelita como buscando una salida a la ebullición, el segundo justo antes de que se suicidara por los acuñados precipicios de metal, cuando los chasquidos del fogón eléctrico y el burbujeo del agua se mezclaban con el aroma cafetero...y la cocina quedaba impregnada de un tejido dulzón y corpulento. Entonces abría los ojos y se servía el café, siempre polí glicó, muy dulce, y volvía al porche a escuchar el sedante e hipnótico paso del oleaje.

 

RAs

  

Uno de sus veintitantos veranos decidió aprovechar el descanso de su enfermedad

para emprender un viaje en bicicleta. Sus abuelos y él lo comentaron un atardecer a mediados de Mayo, sentados en la puerta de casa, mientras observaban los últimos rayos de sol tintinar contra el mar.

- Tu abuela y yo hemos pensado que ya es hora de que marches- le dijo su abuelo.

- ¿A dónde?- preguntó él.

- Da igual, a un sitio cálido, un sitio donde las abolladuras no se te rizen, que no esté demasiado lejos, para que puedas volver al primer destello de frío.

Y marchó.

Un barco lo llevó hasta El Pireo, un autobús cruzó la península griega hasta Igumenitza, otro barco surcó los mares hasta llegar a Italia, la bici lo abandonó en la frontera con Francia, cuando desapareció misteriosamente tras una borrachera con un trotamundos que sólo hablaba tirolés, un camión de congelados lo abrigó durante quince minutos entre ‘’’’’’y una gasolinera a veinte kilómetros, en donde se apeó para recuperar su circulación sanguínea. Un descapotable lleno de alemanes traficantes de cocaína lo dejó cerca de Barcelona, en un pueblo llamado’’’’’’de’’’’’habitantes, donde la policía les esperaba con una tropa desde hacía una semana. Un coche de policía lo llevó desde la cárcel hasta el pueblo más cercano, ‘’’’’’’’’’, en donde no había ni estación de autobuses, ni trenes, ni un bar para tomar café. Un tractor naranja lo trasladó hasta la estación de tren, el tren tardó 10 horas en llegar a Madrid, sus pies caminaron por la cuesta del Avellano hasta llegar al Retiro y allí, presintiendo la repentina aparición de nuevos abollamientos, comenzó a tocar su clarinete.

 

A los diez compases una chica de mirada simpáticamente curiosa se paró delante de él, como imantada al brillo de su instrumento. La chica, después de salir corriendo en sentido de los baños públicos de un modo brusco y descortés, volvió y se sentó a su lado. Comenzaron a besarse al poco rato de hacerse gestos. Ninguno de los dos se explicaba de dónde arribaba esa ternura que parecía desbordarse sobre ellos, ni cómo sus bocas, magnetizadas, se habían olvidado ya de lo que era estar la una sin la otra, ni el porqué de ese querer tan evidente y macizo. Cuando, por fin, lograron separar sus labios y observarse los aspectos faciales, una embestida de carcajadas atonales se acomodó allí, dispuesta a compartir espacio con el aturdimiento amoroso. Enseguida los refinados besos empezaron a revelar lenguas esponjosas y a salivar gajos de llamas encendidas. La incomprensión generaba más deseo, apo pú írzes, murmuraba él, pero tú de dónde has salido, preguntaba ella, y el deseo engendraba más incomprensión, ti ine aftó repedí mu, suspiraba él, pero qué es esto, vaporizaba ella. Se tocaban como la primera vez, como si jamás hubieran deconstruido un cuerpo ajeno, como si con sus manos moldearan una figura virgen y pura que hasta ahora jamás había existido.

Pero la efervescencia pasional trajo consigo una imprevista ebullición de abolladuras y una repentina pestilencia fétida. Ambos quedaron desconcertados, uno enfrente del otro, sin saber qué opinar, qué afirmar, qué desmentir. El uno con ahuecados bollos deformando su epidermis, la otra con una olorosa carga en la entrepierna... gamoto, decía él... mierda, confirmaba ella. Y optaron por desmenuzar su cariño con apetito voraz.

Durante cinco días intensos cavaron a fondo sus conocimientos corporales, y desarrollaron al máximo sus capacidades expresivas mediante el uso de diversos sonidos vocales y de términos gestuales. Probaron todo tipo de posturas revelativas, todo tipo de caricias informativas, entregándose enteramente a la ardua tarea comunicativa.

 

 

...Pero la ida y venida de las abolladuras terminaron por provocar en ella un mareo vertiginoso, una infiel descompostura que volvió a atascar sus desagues, que volvió a impedir el fluir natural de los alimentos por sus orificios digestivos... Y las constantes idas y venidas a los baños acabaron por originar en él una sensación hundida de desconfianza, de incertidumbre decolorada, de incomprensión sabor pared de hormigón.


sss

Se despidieron durante una intensa borrasca de calor ahogado. Ya su, sollozaba él, adiós, gimoteaba ella. El asfalto de las calles madrileñas parecía derretirse ante el desconcierto amoroso. Él volvió a Alónisos, sin bici, arrastrando sus pesadas abolladuras, ahora rellenas de un puntiagudo dolor fluvial, rodeadas por ese sabor a pared de hormigón...incapaces de olvidarse a sí mismos. Y ella volvió a caminar por el paseo del lago del Retiro.

 

 

                  Tangos del agujero

   

            Tum taka tá tá, tum taka tá tá...

            Y en una ría de lágrima

            la fuente fue y se llenóóó...

            Y ahí estaba él, una imagen que no pertenecía más que a un anhelo, a un deseo entrante y saliente, viniente y volviente, a un ritmo de tango flamenco, tum taka tá tá, tum taka tá tá, cabalgando a lomos de un círculo esponjoso, incansable, imparable, indomable.

          Que al pie de un ááárbol sin fruto,

            la fuente fue y se llenóóó,

            su córason palpitabaaa

            cuando fué y le diho adióóó...

            Tum taka tá tá, tum taka tá tá...

            ...su córason palpitabaaa

            cuando fué y le diho adióóó...

            Él le acarició la cara y besó sus párpados. Sus pieles respiraron por un momento el mismo aliento. Ella sintió esa familiar descarga anal, la pesada pestilencia posándose en su ropa interior, las mejillas encendiéndose, el rayo ardiente cruzando su meridiano, la inseguridad abrazándola en un mar de espinas, la descomposición intestinal sacándola de su sensibilidad, haciéndole dudar de sus querencias.

            Yo no quiero que te vayaaah,

            ni tampocooo que te quedeeeh...

            Tum taka tá tá, tum taka tá tá...

            ...ni tampocooo que te quedeeeh...

            ¿Por qué siempre lo mismo? ¿Por qué no entregarse a los brazos de un hombre sin sentir que la vida se le escapaba por un agujero?

            Yo no quiero que te vayaaah,

            ni tampocooo que te quedeeeh...

            Tum taka tá, tá, tum taka tá tá...

            ...ni tampocooo que te quedeeeh...

            ¿Cómo hacer para no volver siempre al mismo punto de desconcierto, a la misma necesidad de descargar de golpe, sin digestión, sin absorción?

            Su coráson va partííío

            por culpááá de esa mujééé

            Tum taka tá tá, tum taka tá tá...

            su coráson va partíooo

            por culpá deeesa mujééé...

            Ella se separó de sus brazos, de sus besos, de su aliento, y por un segundo dejó de respirar.

            Se va la lunaaa con lah estrellaaa,

            viene la nosheee, me voy con ellaaau...

            Raka tiki taka tum...plof.

            - ¿Qué te pasa?- pregunta él, acercándose, cogiéndola de la mano, trayéndola de nuevo hacia él, suave, con el dedo de fondo dibujando ecos flamencos, éle, qué bonito, con el ritmo tanguero de nuevo cabalgando incansablemente sobre el círculo esponjoso, tum taka tá tá, tum taka tá tá. Ella se deja abrazar, cerrando los ojos con fuerza, sintiéndose incapaz de separarse de su propia cagada...mañana, se decía, mañana lo pensaría...

            - ¿Ehtáh bien? - éste era artesano, de Cái, hacía bisutería con alambre, iba de ciudad en ciudad vendiendo sus joyas, se había parado en Madrid, en el paseo del lago del Retiro, le gustaba escuchar flamenco por las noches, la abrazaba con fuerza.

            - No lo sé...estoy empezando a pensar que quizá no.

            Él se rió y la abrazó más fuerte, acariciando su pelo, respirándole al oído. Ella sintiéndose mora refugiada en brazos del amado prohibido...óle, seguimoh en el abuhero...

            - Eso te pasa por pensáh- y se volvió a reir.

            Si quiereh venir te vieneeeh,

            si quiereh venir te vieneeeh,

            y a dar una vuertesitaaa

            por loh campoh de laureeleh,

            tum taka tá tá, tum taka tá tá...

            que a dar una vuertesitaaa

            por loh campoh de laureeleh...

            Sí, eso me pasa por pensar, por querer amarrarlo todo con lacitos azules.

            ...vamoh a mediah compañeera

            por loh campoh de laureeleh...

            Pero, ¿qué hacer?, ¿qué combatir?, ¿a quién acusar?, ¿por dónde salir?

            No puedo dormiiiiiiir...

            si tú no stah a mi vera yo me quísiera moríh,

            Tum taka tá tá, tum taka tá tá...

            iiumiiumiiiir,

            ¿Quién era el que le abrazaba y por qué importaba quién fuera?

            iiumiiumiiiir...

            De repente él abrió la boca y ella vio unos dientes enormes, blancos, brillantes, una campanilla gigante, columpiándose con aire jocoso al fondo de la garganta, riéndose de una pobre ignorante e indefensa cagadora de mierda.

            Se va la lunaaa con lah estrellaaah,

            viene la nosheee, me voy con ellaaah.

            Raka tiki taka tummm...plof. Y se la comió.

 

 

            Se despertó bañada en sudor, con las venas palpitándola fuera del sueño, con un enorme estremecimiento aplastándola contra los muelles del colchón. Quizás esté llegando a un punto de inflexión, pensó. Salió de la cama con un movimiento brusco, torpe, y la miró como si se tratara de una amiga infiel. Ya no se puede confiar en nadie, murmuró a media voz.

            En la cocina estaba Elena, rodeada de cajones, haciendo tremendos esfuerzos por encajarlos en el mueble. La cafetera silbaba nerviosa derramando su aroma por toda la cocina, las tostadas quemadas aguardaban impacientes en la tostadora. Ella se acercó al fogón y lo apagó. Elena se dió la vuelta pegando un pequeño respingo y la miró en otro idioma.

            - No lo entiendo -dijo con tono seco y decidido -, si cuando yo llegué a esta casa encajaban perfectamente -la miró preocupada y señaló a los cajones esparcidos por el suelo-. Los saqué de su sitio para lavarlos y ahora no hay manera de volver a encajarlos.

            - He tenido un sueño horrible- dijo ella.

            - ¿Qué vamos a hacer, Alicia? ¿Cómo los vamos a encajar?

            - Conocía a un chico maravilloso, artesano, cariñoso.

            - ¿Los numeramos, escribimos en un papel todas las combinaciones posibles y las probamos todas hasta que vuelvan a encajar?

            Tum taka tá tá, tum taka tá tá...

            - Y de repente sentía que algo no iba bien dentro de mí, como que volvía a caer en un agujero en el que ya había estado varias veces.

            - O podemos llamar a alguien, a ver si nos arregla esto.

            - Y mientras me hago todas estas preguntas filosóficas, el tío va y me come, ¡me traga enterita! ¡Sin masticarme siquiera!

            - ¿Quién puede saber de cajones desencajados? ¿El vecino de arriba?

            - ¿Me estás escuchando, Elena?

            - Sí, claro, que te enamoraste de otro tío raro de esos. Pero éste, en vez de llenarse de bultos o de abolladuras, o de lo que sea, decide comerte, lo cual, si me lo permites, es mucho más inteligente.

            - ¿Qué estás insinuando, que el griego debería haberme tragado en vez de llenarse de bultos? ¿Qué quieres decir con eso, Elena?

            - Yo no he insinuado nada. Sólo quiero que los cajones encajen de una puñetera vez.

            Ella suspiró. Pues sí, seguramente el vecino de arriba pueda ayudarnos a encajar los cajones, es muy apañao pa esas cosas. Cogió una taza y se sirvió el café. Se sentó en la mesa y empezó a darle vueltas al azúcar con aire distraído, mirando a un horizonte inexistente que coincidía con el campo visual en el que Elena seguía observando los cajones como el que intenta descifrar un jeroglifico.

            - A veces no sé ni qué preguntarme -dijo Alicia a media voz.

            - Pues podrías preguntarte cómo coño hacer para volver a meter los cajones en su sitio y así no tener toda la cocina patas arriba -Elena suspiró y se sentó junto a Alicia. Las dos miraban la fila alineada de cajones en el suelo de la cocina.

            - Creo que me voy a ir a Grecia- dijo Alicia.

            - ¿Cómo? ¿A Grecia? ¿A buscar al clarinetista?

            - Sí. Bueno, no. No lo sé.

            - ¿Cuántos días llevas sin cagar?

            Alicia bajó la cabeza.

            - Casi una semana.

            Hubo un silencio que se paseó con parsimonia y grandeza por toda la cocina. Rozó los cajones del suelo con su velo transparente, sorbió del café que había sobrado en la cafetera, se tumbó en las baldosas frías del suelo como el que se echa una siesta en una hamaca de colores. Y su sonido adquirió un tono brillante, amplio, redondo, gliseando su cola desde el susurro más piano hasta el estremecimiento más forte, desde la inquietud más rinforzando hasta la templanza más sostenuta, haciéndose notar, creciéndose presenciar.

            - Quizá el clarinetista sepa cómo encajar los cajones -dijo Elena, pensativa.

            El silencio volvió a esbozar una pequeña sonrisa y se revolcó como un cachorro en las baldosas del suelo, restregándose sobre la sensación fría del no saber a dónde es que van a parar las cosas.

            - ¿Cómo se dirá “cajones” en griego?- preguntó Alicia.

            - Buf, ni idea.

         

                                    Vivirse

                             

                                    o

                             

                                                escribirse

 

          Alicia siempre había querido ser escritora, pero sentía una constante contradicción ante esa profesión: ¿vivir la vida o escribir la vida?...esa era la cuestión. Si se centraba en vivir la vida apenas lograba encontrar tiempo para luego escribirla, o transcribirla, porque se perdía en ella, se dejaba llevar por ella de la manita, como una niña chica, sin ver más allá de donde le alcanzaba la vista, sin ver el otro lado de las cosas, y llegaba un punto en el que la falta de estructura le azotaba en el culo, la falta de consciencia le hundía en arenas movedizas. Y así se quedaba, con los pies amarrados al suelo, ejecutando pequeños movimientos de pelvis, alargando los brazos hacia un punto inexistente, traicionada por su propia confusión. Si, por otro lado, se centraba en escribir la vida apenas lograba encontrar tiempo para vivirla, con lo cual enseguida se imbuía en una secuencia de problemas etéreos, ambiguos y poco susceptibles de ser amasados, a mil leguas de una posible realidad, sin poder distinguir entre lo que sucedía y lo que se imaginaba. Necesitaba plantear a vista de pájaro una serie de presupuestos en los que basarse y, sin embargo, esa misma visión aérea le impedía disfrutar de los detalles, de las pequeñas cosas, de lo que, al fin y al cabo, experimentaba en carne y hueso. ¿Vivir la vida o escribir la vida? Esa era la cuestión, y, sin embargo, lo que siempre ocurría al final, era que la vida la vivía a ella, o que la vida la escribía a ella. Entonces la cuestión ya no era vivir la vida o escribirla, sino ¿dejarse vivir o dejarse escribir?, o quizá ¿dejarse o no dejarse?...Y al final, por mucho que se empeñara Alicia en tener las cosas bajo control, quienes lo decidían todo eran sus intestinos. Por eso, cuando fue a la agencia de viajes a comprarse un billete de avión para Grecia y se encontró con unos ojos azules al otro lado del mostrador, dudó. Por eso, cuando el chico de los ojos azules le habló de la cantidad de líneas aéreas que ofertaban ese viaje, Olympic Airways, Air Italia, Iberia, Virgin Express, Easy Jet, y de las diversas posibilidades de escalas que podía hacer, Barcelona, Amsterdam, Praga, Bruselas, Londres, Milán, y de los diversos precios que había para elegir, clase turista, económica, primera, segunda, con niños, sin niños, con menú, sin menú, tuvo que pedirle que, por favor, le dejara hacer uso del servicio de la agencia de viajes. Por eso, mientras estaba sentada en el wáter, descargando toda esa energía que había acumulado desde la marcha del clarinetista, se preguntaba si no sería aquello una señal, y que si lo que tenía que hacer no era irse a Grecia, sino invitar a aquel chico a tomarse un café. Por eso cuando él aceptó la invitación ella decidió que un día de éstos debería plantearse la opción de dejar de tomar café y dedicarse a beber poleo, o manzanilla, o tila. O quizá, simplemente, dejar de beber y encerrarse en casa a escribir todas esas barbaridades que se imaginaba de irse a Grecia pero luego enamorarse del que le vende el billete y, así, no metería a la gente en sus repentinos ataques de sensibilidad, en su necesidad de digerir realidades, en su ansiedad por saber qué querer, a qué atenerse para saber. Pero, a esas alturas, ya era demasiado tarde para plantearse tales cuestiones, porque ya estaban en la cafetería, y ya habían pedido el café, y ya estaban desmenuzando los problemas existenciales de la vida, y ya estaba ella deseando sentir la piel de aquellos ojos azules pinchando sus burbujas de aire para percibirse de nuevo como un ente portátil, ligera, volátil, sin pesadas cargas que la ataran al suelo. Ya pensaría en dejar el café mañana.

Desde luego que ser escritora no era nada fácil, ella ya lo sabía, había que ser muy constante, tener mucha confianza en una misma, tener ánimos de venderse y de hacerse publicidad y, sobre todo, saber lo que la gente quería leer. Sin embargo ella volvía a sentir una pesada contradicción ante esta profesión, porque ella lo que quería era V O L A R. Sacar de sí sus emociones para que sus intestinos dejaran de decidir por ella, expresar al mundo todas las cosas que ocurrían en su interior, convertir toda esa energía en algo palpable, demostrable, infraudable y, sobre todo, sobre todo, que todo eso quedara ahí, en un trozo de papel, fuera de ella, para que dejara de interferir en sus procesos digestivos.

 

Aquellos ojos azules le hicieron volar. Se olvidó de si quería dejar de tomar café o no, se olvidó de si quería dejarse vivir o dejarse escribir, se olvidó de que había logrado ir al baño antes de que sus labios compartieran veredas vírgenes e insondables. Así que se imbuyó de lleno en una relación etérea, siempre a punto de despegar pero sin llegar nunca a abandonar tierra firme. Alicia pasaba todos los días por la agencia aportando nuevas ofertas que había encontrado en el periódico con el fín de compararlas con los datos que él le ofrecía, siempre intersándose profundamente por su valoración profesional, por su experiencia en el complicado mundo del libre mercado. Él le contaba qué lineas aéreas eran más competentes, qué aeropuertos tenían menos tasas, qué época del año era mejor para viajar en general y, más concretamente, las mejores épocas según los países. Entre los datos que Alicia encontraba en archivos de biblioteca, en encuestas por las diversas agencias de viaje, navegando por los inmensos mares de internet, junto con la experiencia de aquellos ojos azules, llegaron a construir toda una tabla periódica con una relación de precio-calidad acerca de dónde, cuándo y cómo viajar. Llegaron a interesantes conclusiones, compartieron ideas filosóficas sobre el viajar, catalogaron a los distintos tipos de viajeros, esbozaron trayectos idílicos, perfilaron vuelos repletos de intensas emociones, construyeron el viaje perfecto. Durante este intensivo trabajo de investigación jamás se acariciaron el ombligo, jamás sus labios se encontraron buscándose a tientas por entre un maremoto de sentimientos, jamás sucumbieron a la tentación de compartir lecho bajo un rayo de luna. Y, sin embargo, jamás saboreó tanto Alicia la satisfacción de una regularidad evacuativa. Todos los días se levantaba, se duchaba, desayunaba y evacuaba. Como un reloj. Sin tener que estar horas en el wáter concentrándose, sin necesidad de ingerir medicinas, sin que la idea de ir al baño la atormentara y la acorralara en un interminable pasillo lleno de espejos.

           

Pero también deseaba ser escritora por una oscura sensación de querer dominar una existencia, de anhelar el control de una serie de emociones adjudicándoles palabras, situaciones y contextos. De necesitar creer que lo que se iba plasmando en la pantalla de su ordenador era de esa manera, y que no había otra manera posible de ser, sólo la que ella había imaginado, sólo la que ella había escrito. Era el único momento en el que la multiplicidad de visiones descansaba y la dejaba tranquila, no había que pensar en los porqués, en los quizás, en los desde cuando, en los hasta donde. Simplemente se sentaba ante la máquina y dejaba que las palabras emanaran de sus dedos. Ella era la directora de la orquesta y con cada uno de sus dedos dirigía a cada una de las partes... el índice a los violines, el pulgar a los chelos, el corazón a los contrabajos, el meñique a los vientos, el anular a las percusiones...a todos los controlaba con sus teclas, y todos estaban ahí, desplegados ante ella, exhibiendo su esplendor, en tres hermosas líneas, q, a, z; p, l, m, y ella sólo tenía que organizarlas, agruparlas, señalar unos patrones rítmicos, acentuarlas, crear un colchón armónico y...voilá...
 

            - Bueno, entonces ¿qué te apetece hacer?- me preguntaría. Llevaríamos diez minutos bajo la lluvia, enfrente de la agencia, sobre el deseo, entre la duda.

          - Pues no sé - yo miraría hacia el suelo, haciéndome la inocente, pero mis ojos lo interrogarían, en realidad sí que sabría- a mí me apetece enamorarme- lograría decirle-, ¿y a ti?

          Él no sabría qué responderme. Me investigaría con la mirada, como intentando adivinar qué escondería tras mis adiamantados ojos maullantes, esbozándome una media sonrisa que haría que mi corazón latiera a un ritmo de waltz.

          - Sólo esta noche -diría yo entonces, haciendo uso del poco aire que me quedara, como para darle seguridad, para que entrara en el juego con una firmeza retozona-. Si no sale bien no nos volvemos a enamorar, ¿te parece?

          - Vale- me contestaría rápidamente, y a mí se me iluminarían los ojos ante la perspectiva de una maravillosa retaíla recreativa.

          Comenzaríamos a caminar bajo la lluvia, pero sin llegar nunca a mojarnos, porque las gotas de agua se evaporarían al rozar nuestros cuerpos ardientes, casi en llamas.

          - ¿Dónde?- yo seguiría adentrándome en el juego, cogiéndolo de la manita y vendándole los ojitos, llevándolo hacia mi mundo de realidad fantástica donde la magia fuera lo único válido.

          - ¿Dónde qué?- él se dejaría llevar, sin ninguna resistencia.

          - ¿Dónde te apetece que nos enamoremos? Podemos enamorarnos paseando, o tomando un café, o una copa, o cenando en un restaurante...- le serviría en bandeja una colorida gama de opciones para que eligiera lo que más se adaptara a sus ya indudables apetencias.

          - Pues no sé...creo que me apetece enamorarme desayunando café con tostadas -él aportaría un elemento imprevisto en el juego.

          - ¿Café con tostadas? -yo me sorprendería ante esta nueva contribución.

          - Sí, de tomate, aceite y sal, es mi especialidad- me miraría intensamente y me rozaría la mano con la punta de sus dedos, no tocándome lo suficiente como para dejarme anhelando una caricia completa- el secreto está en desmenuzar el tomate con un tenedor, con mucho amor, así -me peinaría con sus manos-, despacito.

          - Mmm...suena muy bien -yo me cogería entonces de su mano, dispuesta a dejarme guiar por él, a que él fuera el que llevara ahora las riendas el juego, a estrellarme contra un precipicio si fuera necesario para seguir adelante-, pero entonces ya no nos podemos enamorar hasta mañana.

          - Pues sí, tienes razón- él se pararía para resolver el nuevo problema que el propio juego nos había trazado- Ah, ya sé -me miraría con ojos devoradores-, te invito a mi casa a esperar al mañana.

          - De acuerdo -yo ya habría abandonado los mandos por completo y me sentiría segura en sus manos.

          Pero, por supuesto, enseguida decidiríamos que el enamoramiento podría durar toda la noche y la mañana también, porque el truco del enamoramiento también estaba en desmenuzarlo con un tenedor, así, despacito, con mucho amor, a ritmo de waltz... así podría durar más.

Nuestro enamoramiento sería sinceramente apasionado

pero sin rozar jamás la locura, se trataría de un amor sencillo, tranquilo y divertido. Sin complicaciones, sin dobles sentidos, sin necesidades intrusas, sólo cariño y compañerismo, sólo miradas furtivamente deseosas y sedientas de carcajadas sensuales. Las peleas serían siempre ingeniosas y divertidas, embadurnadas de humor, y nunca nos quitarían las energías, ni la sonrisa de la boca, ni las ganas de seguir compartiéndonos. Nunca nadie se podría entrometer entre nosotros, porque los puentes que habríamos trazado serían sólidamente gaseosos, compuestos a base de flatulencias inquebrantables, de líneas aéreas con destinos inalterables. Nuestro amor nunca se acabaría, porque lo estaríamos reciclando y enriqueciendo constantemente con nuestras propias vivencias, con nuestros ideales, con nuestra capacidad de mantener la calma en la inmensidad del vacío. Así sería nuestro amor.
 

            Él nunca se enteró de la historia de amor que habían vivido. Lo contrataron en una

empresa de turismo y se dedicó de lleno a la preparación de viajes organizados. Cruceros por el Nilo, barcos que cruzaban las islas griegas, minibuses que salían de Estambul para mostrar las maravillas de la Capadocia, oasis provistos de lujosos alojamientos en las profundidades del desierto de Marroquí...Ella dejó de ir al baño. Lo veía de vez en cuando por la calle, a través de la ventana de su nuevo despacho, corriendo hacia el autobús para no llegar tarde al trabajo, desayunando un café y unas tostadas con tomate y aceite mientras leía el periódico en el bar de al lado...aquellos ojos azules ya no volvieron a volar con ella.

            Se preguntó varias veces por qué (¿Habría encontrado a otra que consiguiera mejores datos turísticos que ella? ¿Otra habría logrado conversar más profundamente sobre la complejidad del realismo turístico? ¿Habría optado por los viajes organizados por causas ideológicas o por inmediateces económicas?)

                        ... pero no supo encontrar ninguna respuesta...

 

 

                                                ...quizás haya cosas que una no se puede preguntar...

                                                                                                                                    ... se dijo.

 

 

                       Amor............. gos!

(Amor............. ¡gos!)

 

 

            Volvió a Alónisos derrotado, sintiendo el peso de sus abolladuras en los párpados, en las pestañas, a lo largo de las cejas. Entró en casa de sus abuelos sin decir nada, se metió en la ducha, se enjabonó con furia, con una afilada irritación, se puso ropa limpia y se envolvió en una vieja sábana de cuadros. Sus abuelos sólo lograron ver unos tímidos ojos color amargo y unos dedos que se alargaban para atrapar el café griego y esconderlo tras los cuadros. Sólo lograron escuchar el tintineo de la taza contra el plato y los sorbos, cortos y continuos, aspirantes de haches, anhelantes de un final que realmente nunca terminaban de desear.....

                                                            ...en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse...

            .... la imagen del clarinete abandonado en el Retiro de Madrid lo perseguía a lo largo de interminables noches de intervalos disonantes...

                                                                        ...imborrables momentos que siempre guarda el corazón...

            ... la ausencia de las incomprensibles palabras y gemidos cacofónicos de la españolita hinchada hacían eco en sus cavidades...

                                                            ...porque aquello que un día nos hizo temblar de alegría...

                        ...rebotaban en los cuadros de la sábana y aguijoneaban sus abolladuras...

...es mentira que hoy puedan olvidarse con un nuevo amor...

                                                                                                ... desinflándolas, hasta dejarlas sin ese aire que jamás habían tenido.....

                                                            ...He besado otros labios buscando nuevas ansiedades...

... algo se paró dentro de él...

                                                ...y otros brazos extraños me estrechan llenos de emoción...

...algo, un clic, un chás, un tic-tac, un rum-rum, algo...

                                                                                    ...pero sólo consiguen hacerme recordar los tuyos...

                        ...algo, un chirriar, un tintinar, un explotar...algo se paró...

                                                                                                            ...inolvidaaaaablemente vivirán en mí...

                       

                        ...y ahí se quedó, parado, dentro de él, dejando sentir su inmóvil presencia, inmovilizando su sentir presencial, presenciando su sentimiento inmovilizado... y el tiempo comenzó a jugar con él una interminable y agónica partida de ajedrez, en la que los pasos eran lentos e inseguros, temblorosos como un flan, siempre escondiéndose tras una muralla de defensa, sin fuerzas para acumular el coraje suficiente como para atacar y plantear un mísero jaque, siempre escapando en el último momento y de la manera más rústica a un temible mate final... como si la única salida fuera esconderse y esperar, esperar a que ese algo volviera a menearse, esperar una vibración, algún estremecimiento, cualquier temblor o pequeña sacudida valdría y, entonces, sólo entonces, aprovecharía ese impulso para tomar carrerilla, hacer palanca, saltar alto, lo más alto posible, casi volar y, definitivamente, salir de aquellos cuadros con una elegante reverencia final...

                                                                        ...inolvidaaaaaablemente vivirán en mi...


 

                                                           

            Un día encendió la radio y escuchó una extraña noticia: Amorgós, una de las últimas islas de las Cícladas y una de las más ventosas, había recibido un golpe de aire tal, que ahora navegaba al caprichoso ritmo del viento por todo el Mediterráneo. Los habitantes, estupefactos, se habían sentado a orillas del mar y ahora veían el mundo pasar por delante de sus ojos mientras bebían café frapé y jugaban al tabli. Los turistas, en su distintiva desesperación, gritaban y lanzaban inútiles señales de socorro al barco que perseguía noche día a la balsa escurridiza con la intención de llevar a cabo la “operación libertad”. Los niños ideaban la forma de bañarse para que la isla no los abandonara a un inevitable naufragio, amarrando cuerdas a los puertos y agarrándose a ellas, practicando el esquí acuático con motor natural, dejando los trazos de su trayectoria perderse por el mar. Y parecía que, ahora mismo, la isla se dirigía irrefutablemente hacia un terrible choque frontal contra la isla de Alónisos.

 

                        ...pensó que si lograba saltar justo antes del choque, justo antes del temblor de tierra, y llegar a la orilla de Amorgós, lograría desplazarse por el mundo sin tener que moverse de su sitio, podría ser mecido sin necesidad de impulso, podría zarandear sus abolladuras por doquier sin sentir vértigo...

                                               

                                                                                    ...algo se balanceó dentro de él...

 

 

           

            Sin embargo la isla jamás llegó a chocar. Un extraño fenómeno meteorológico hizo que Amorgós permaneciera quieta a unos centímetros de Alónisos, durante apenas un minuto, como suspendida en el mar, con una gigantesca interrogación abrazando a las corrientes marítimas que, atormentadas por una extraña tensión, quedaron paradas, inmóviles, agarrándose a esa interrogación, sin saber qué opinar, qué afirmar, qué desmentir. Habitantes de ambos lados se miraron a los ojos, casi se podían dar la mano, casi podían murmurarse los alientos, y, por un instante, esbozaron una media sonrisa, como asombrados por lo absurdo del milagro, sintiendo gárgaras internas fluir de algún lado a algún otro... A.....pís......tef.....to, murmuraban las entrañas de la tierra, como un eco húmedo, pegajoso, como una tormenta serena.

           

                                    ...Él sólo tuvo que dar un pequeño salto para verse a sí mismo al otro lado. Chap. Una vez allí, en el lado de allá, se giró, lentamente, hasta dar con la mirada de sus abuelos. Recibió un puntiagudo color amargo de sus ojos que, al rebotar contra su propio color amargo, contra sus propios cuadros envejecidos, contra sus propias abolladuras invisibles, hizo que los tres dibujaran una sonrisa relajada, con sus cuerpos, con sus pelos, con sus dientes, mientras la isla móvil, poco a poco, sigá sigá, se retiraba y se adentraba en las profundidades del mar...

                                                                                                                        ...Voilá...

 

            A partir de aquel momento nadie más volvió a fijarse en sus abolladuras, ni siquiera él. La vida bailaba alrededor de la isla flotante a ritmo de bosanova, mostrando nuevos paisajes, nuevos olores, nuevas inquietudes... y las miradas de los habitantes comenzaron a ser siempre de ida, nunca de vuelta. Todos dejaron de preocuparse por mirar hacia adentro, dejaron de pensar en que sus corazones bombardeaban golpes de sangre, en que los pulmones se hinchaban y deshinchaban a pulsos constantes, en que sus párpados se abrían para luego cerrarse, en que había que comer para luego desechar, despertarse para luego dormir, estudiar para luego enseñar, odiar para luego amar... los habitantes de la isla llegaron a olvidarse de su propia existencia... y se fueron a recordarse en su propia esencia.

            Las montañas protegían a la isla de las epidemias egolátricas que existía al otro lado, en el otro mundo, creando, así, una mampara poderosamente invisible. El mar abrazaba a la isla balsa, bailaban un waltz, waltzeaban un abrazo balsímico, y ese era su único punto de apoyo: el continuo balanceo de la bosanova. El aire se encargaba de dirigir el movimiento, el continuo balanceo, pero daba igual a qué tempo, o con qué trayectoria, o con cuántos acentos rítmicos, o desde qué tipo de estructura... lo importante era continuar, siempre continuar. Era como estar sentado delante de un escenario, quieto, inmóvil, pero con las sensaciones fuera, viviendo ellas mismas su propia vida, ajenas al cuerpo que las albergaba. Así, todos navegaban a la deriva sin realmente sentir laberintos, ni sustos, ni impaciencias.

           

            De vez en cuando la isla se paraba delante de algún lugar, delante de algún paraje, el tiempo suficiente como para coger una enorme bocanada de aire. Alguien, siempre alguien, sentía el impulso de saltar, tanto de un lado (los que se estremecían ante la urgente necesidad de volver a una inercia continental) como del otro (los que deseaban la golosa incertidumbre a bordo de una balsa insular), y luego continuaba su impredecible rumbo. De esta manera la isla se fue poblando de especimenes diferentes, de gentes que huían de algo o que volvían a algo, de individuos que perseguían  la trayectoria de la isla para dar el salto de su vida y de individuos que tropezaban el salto sin saber muy bien ni cómo ni por qué, de animales domésticos y salvajes de todo tipo que aprenderían a convivir en una selva sin leyes, de burbujas pomposas y volátiles que danzaban al son de una música silenciosa...

                                    de puñados de conmociones que se dejaban acariciar sin estremecerse.

             Y si se miraba a la isla desde arriba, desde lo más alto, a vista de pájaro, parecía un patito de goma en la bañera de un niño...elástico y maleable, juguetón e inocente, dejándose llevar por estímulos intuitivos, por el devenir de olas enjabonadas... esperando pacientemente a que el niño se metiera en la bañera y, así, poder convertirse en el protagonista de su historia.

           
 

 

 

            poema

          pronombre

                   maleta

 

Quizá, más que una carta, desee escribir un poema pronombre, un poema susceptible

de ser rellenado por cualquier ente deseable en un momento dado, un poema pronombre maleta, accesible en cualquier momento, disponible en muchos tamaños y formas, en muchos colores y texturas, en muchos olores y sabores, para cuando asalte el deseo, ¡chas!, abrir tu maleta poema pronombre y rellenarlo con el nombre de ese instante, con la definición de ese momento, con los contornos de ese latido ...a lo mejor así se acabarían estos problemas de amores y desamores, de pasiones y despasiones, de querencias y desquerencias...porque sería un poema para ese alguien que te da mimos, conversación, risas y caricias en la espalda, para ese alguien que nunca se queda porque siempre camina hacia algún otro lugar, para ese alguien que siempre va cambiando de nombre, de forma, de textura. Y es que, con lo deprisa que va todo, con esto de ser una especie de trotamundos ambulante, de acá para allá, de allá para acá, normal que nada aguante, normal que nada sobreviva a esta abrasadora indiferencia que parece abrazarnos en una dudosa existencia. Por eso mejor un poema pronombre maleta que puedas rellenar a lo posmoderno en cualquier lugar, con cualquier persona, como a ti te apetezca. Así, cuando una persona importante deja de ser importante no se sufre tanto. Así,  siempre serás capaz de encontrar a alguien a quien le quepa el poema, alguien a quien leérselo una y otra vez a la luz de la luna, articulado al ritmo de tu circulación ...y cuando ya lo haya llevado suficiente, o cuando ya esté gastado, o cuando ya no le quede tan bien, o cuando tenga que marchar porque sus pasos le llevan hacia otros parajes, te lo devuelve y buscas a otra persona a quien ponérselo.

 

                                               

                                                ...Y, sin embargo, a pesar de tanta teoría, a pesar de sabérmela tan bien, de vez en cuando me arrevienen unas espeluznantes ganas de llorar, con rabia escalofriada, con furia descarrilada, de vez en cuando me asaltan unas necesidades urgentes de que quiero que

                                                 a  l  g  o      ,      a  l  g  u  i  e  n 

                        se quede, por favor, para siempre, a mi lado, para siempre, hasta el final...

                       

                        ... pero, luego, también, qué es para siempre, qué final, dónde está el principio, dónde comienza, cuándo comienza, a partir de cuándo cuenta      ...         ...   podría rellenar un cuaderno con miles de siempres y seguir con esta sensación de que nada queda. Por eso mejor un poema pronombre maleta, para el ahora de siempre, para el siempre de ahora.

           

            Ahora duermes. Siempre duermes. Te miro, ahí tumbada, desnuda, exhausta después de hacer el amor, habías comenzado a contarme no se qué de tus problemas de estómago y, pobrecita, te has quedado completamente dormida, así, agarradita a la almohada, y tus palabras se han evaporado en burbujas de jabón ... Alicia ... me encanta ese nombre ... ¿sabías que en griego quiere decir “verdad”? ... Me lo contó un griego que conocí en el norte de Italia ... había perdido su bici ... Qué paz y qué tranquilidad me transmite tu respiración, así, uno, dos, uno, dos ... parece que toda la habitación respira contigo y con tus burbujas de jabón ...

           

            Pues sí, a veces creo que la vida es un gran charco de agua y yo soy una gota de aceite que navega a la deriva, siempre ahí metido pero nunca mezclado del todo. Y luego, otras veces, soy incapaz de diferenciar los límites, incapaz de establecer las barreras entre el charco y yo, de tan mezclado que estoy con todo, de tan impregnado de cosas de fuera que casi parece que no tengo identidad propia.

            Me gusta mirarte, me gusta que estés ahí, tumbada, dormida, respirando, uno, dos, uno, dos, mientras yo trazo palabras sobre estos folios, y, así, convertir este momento en un siempre para incorporarlo a mi maleta pronombre poema. Sin embargo, a la vez, soy incapaz de saber si esta sensación de bienestar se refiere a ti, Alicia, persona concreta, ente que conozco desde apenas unas horas, desde que nuestras miradas se han cruzado en el paseo del Retiro y nos hemos acercado dejándonos llevar por nuestros instintos, como para olfatearnos ... o a ti, esa persona-rol-concepto que siempre va cambiando de forma y de nombre, ese deseo hueco y cojo que voy rellenando según el material con el que me voy topando ... a veces es difícil saber si sí o si no...

            Y, también, qué horror, qué desfachatez, qué vergüenza andar por la vida buscando entes sobre los que proyectar tus anhelos ... pero es que los mimos y el afecto son un regalo tan grande que una vez los saboreas quieres lamer de ellos toda la vida, siempre, ahora. Y yo, que apenas soy capaz de quedarme más de un mes seguido en un mismo lugar, cuando conozco a una mujer como tú, tan divertidamente sensible, tan sencillamente accesible, no sé por qué, no sé por qué, tengo que cambiar de territorio, tengo la necesidad de entrometer una eterna distancia que separe nuestros instantes. Quizá sea para congelar el momento y que quede en el ahora para siempre, en el siempre para ahora. O quizá sea porque esta eternidad entrometida, un gigantesco pasillo repleto de lunas y primaveras, lluvias y relámpagos, felicidades y desgracias que viviremos cada uno por nuestro lado, esa eternidad está ahí, palpitando su presencia al compás de tu respiración, presenciando tu latido, susurrándome al oído que no, que no puede ser, que, quizá, si hubiese sido en otro momento de nuestras vidas, quizá, si yo no tuviera esta necesidad de salir huyendo con tanta urgencia, quizá, si no te hubieses dormido hablándome de tu estómago, quizá, si yo fuese, quizá, si pudiera, si yo, a lo mejor, si tú, si,  quizá...

                                   

                        ...Por eso te quiero dejar un poema pronombre maleta, para que nunca te sientas sola, para que tus palabras siempre tengan una burbuja de jabón a donde evaporarse, para que este siempre lo recuerdes ahora...

                                                                        ...adiós, Alicia, ha sido un placer...

 

           Atragantamientos del

         final del recto


 

         

          - O sea, que al final ni te has comprado un billete a Grecia, ni has conseguido ligarte al tío de la agencia, te has follao a un trotamundos que ni sabes cómo se llama porque no tuvo la delicadeza de firmar la carta...y, ahora, ¿qué?- Elena escupía sus visiones de la realidad como el que enumeraba los ingredientes de un plato. Alicia, tumbada en el sofá, miraba el techo con aire distraído.

- No lo sé... a lo mejor vuelvo a escribir.

- Pues sí, yo creo que va a ser lo mejor. Actividad intelectual en casita ¿Y sabes qué?

Yo te aconsejaría que no volvieses a caminar por el paseo del Retiro...me parece que no te sienta bien.

            - O a lo mejor me apunto a Yoga ...o a Tai Chi... o a algo que suene lejano-. Alicia alargó la mano hasta alcanzar el radiocasete y logró rozar el play del cd con un movimiento a medio camino entre el pecado de la pereza y la inteligencia del mínimo esfuerzo. Era otoño y llovía. Pero lo importante era que era otoño. Y que llovía. Cerró los ojos, la música empezaba con algo que sonaba a agua, como el otoño, un desfile de gotas húmedas acentuadas en una gruta plagada de ecos, una oscuridad rudimentaria, una sensación de que a  l  g  o comienza.

            - Pero qué hijo de puta – Elena se encendió un cigarro y se acercó a la ventana para ver cómo las gotas azotaban los cristales con su imparable y frenética danza -. Qué poca vergüenza, qué miserable, qué cobarde. Ni una mísera explicación. Ni una mediocre muestra de respeto.

            De repente, tierra, un pasillo de luz, unas cuerdas opacas que guían a una melodía oriental, lejana, las gotas que acompañan, la madera que resuena, la melodía que se repite, como para reafirmarse, y la luz que, poco a poco, va ahuyentando a la oscuridad. Una liberación, unas ganas de volar, de abrir, de abrirse, la melodía trepando por los huecos de la gruta llega a la cima y ya está, ya no hay quién la pare, ya está disparada, dando pasos de bailarina sobre el aire, danzando por encima de un ritmo, un ritmo frenético de baile primitivo, que la sostiene, haciendo acrobacias sobre los acentos, sin perder el pulso, sin perder el rumbo. De repente, el timbre sonó dentro de la canción y ella, siguiendo el ritmo, volando por entre las cuerdas y la vibración de la madera, abrió la puerta y se encontró con un chico alto, fuerte, sonriente, con un bote vacío en la mano. Había algo en su  forma de sostener el bote, algo en su manera de estar de pie, frente a ella, algo en su sonrisa, algo en el fondo de sus ojos, algo... que hizo que Alicia saliera disparada al servicio.

            - Perdónala –oyó que decía Elena-, es que la pobrecita sufre del estómago.

            Cuando se sentó en el wáter y dejó salir a aquella marabunda de despojos, se dio cuenta de que el estómago le había estallado por dentro y de que se estaba desinflando en su interior, como un globo pinchado, pssssssssssss, soltando toda la mierda de una vez, sin frenos, sin resistencias, sin poder controlar nada de lo que ocurría dentro de ella. Un terremoto sacudía, un volcán ebullía, una auténtica guerra sucedía, y ella no podía más que observar con cara de póquer, asustada de sí misma.

             Esa expulsión dolió. Alicia quiso llorar. No comprendía nada, no llegaba a adivinar el proceso lógico del acontecimiento, no podía aprehender el efecto causante de aquel repentino deseo, querer expulsarlo todo, fuera, que no quedara nada dentro, y dejar de ser. Una punzante línea de dolor se agarraba al final del tunel del recto y tiraba como un condenado hacia arriba, pasando por todo el intestino, quemando su estómago, ardiendo hasta la laringe, evaporandose en un sabor agrio en el velo del paladar. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Cuándo había empezado todo? ¿De dónde venía? ¿Cuándo pararía?

- ¿Estás bien, cariño? –Elena le hablaba desde el otro lado de la puerta, allá donde

la música aún danzaba por entre las esquinas más iluminadas. Ella, sin embargo, había vuelto a la gruta húmeda, a la oscuridad rudimentaria. Y no sabía qué opinar, qué afirmar, qué desmentir.

- Sí –logró dibujar un hilillo de voz que, ella misma lo vio, se deslizó tímidamente

por la rejilla de la puerta y gateó hasta los oídos de Elena-, ahora salgo-. Salir de dónde, pensó, si no sé si estoy metida hasta el fondo o es que nunca he logrado entrar. ¿Cómo voy a salir si aún no sé si he entrado? ¿Cómo voy a salir si estoy metida hasta el fondo en la mierda, en mi propia mierda, en la mierda que yo preparo y que yo me como y que no sé por qué, no sé por qué, no logro digerir?

            - ¿Seguro? –la voz de Elena ni se deslizaba ni gateaba, sino que atravesaba la puerta en línea recta, pasando por en medio de los pósters y de los albornoces, sin hacerse la perezosa, sin hacerse la remolona.

            Alicia alargó la mano desde la taza del váter y desencerró la cerradura. Elena comprendió la señal y abrió la puerta sigilosamente, como deseando mostrar el respeto que sentía hacia sus malestares. Alicia, sentada en la taza del váter, se agarraba la cara con ambas manos, como intentando apaciguar la guerra que sucedía en su interior.

            - No sé qué me pasa, Elena –medio susurró-, creo que estoy enferma.

- ¿Enferma?- Elena se acercó y le tocó la frente- ¿Enferma de qué? No tienes fiebre.

¿Qué te duele?

Alicia suspiró y enterró más la cara en sus manos. –No sé...no sé...enferma de mí, o de

mi vida, o de...no sé...no sé...

- A lo mejor lo que necesitas son unas vacaciones –dijo Elena-, ¿por qué no nos

vamos este fin de semana a Valencia?

- ¿Valencia?

- Sí, una amiga tiene una casa en la playa, le pido las llaves y nos vamos...¿qué te

parece?

- Por qué no...aunque no creo que un fin de semana en Valencia vaya a

solucionarme la vida.

- Bueno, hija, a ver si es que te crees que la vida tiene una solución. Vamos,

descansamos, comemos paella, nos emborrachamos...a lo mejor hasta podemos darnos el último baño del año. Anda, levántate de ahí que estoy preparando un té. El chico este resulta que es nuestro vecino y que se ha quedado sin sal...así que le he dicho que le damos toda la sal que quiera si se toma un té con nosotras...¿has visto qué guapo que es el mozo? Venga, vente pal salón.

            Elena desapareció y Alicia volvió a quedar sola con sus pensamientos infectados de desechos. Valencia se le antojó tan absurdo que, de repente, le pareció la mejor idea del mundo, lo más natural en estos casos, la mejor terapia contra este terrible choque de percepciones que la acorralaba contra el váter. Sí, iría a Valencia, se emborracharía, pasearía por la playa, se daría el último baño del año...Se levantó, tiró de la cadena y observó con paciencia y resignación cómo la mierda, su mierda, se ahogaba dentro de la taza del váter y era atragantada a otro medio. Chas.

 

 

           

   ¿Y si pudiera hacer el amor con un gesto?

 

 

Entonces ya nunca más me enamoraría de las personas, sólo de las miradas, de los gestos, de las expresiones, de un roce...

                                                 de una sonrisa hacia abajo,

                                                            de una echada de cabeza hacia atrás,

                                                            de una tapada de ojos hacia adelante,

                                                            de una cosquilla ladeada,

                                                            de un picor plurilateral,

                                                            de un paso circular,

                                                            de un paseo ovalado,

                                                            de un roce estrellado,

                                                            de un latido al infinito.

 

 

Y entonces me enamoré. Quizá fuera su manera de abrir la puerta, o la forma en que

me miró, o los pocos segundos que tardó en salir corriendo hacia el baño. Sólo recuerdo que las palabras que escuché en aquel momento –“perdónala, es que la pobrecita sufre del estómago”- me sonaron lejanas, como si hubieran sido emitidas desde el otro lado de la pared, como si no tuviesen nada que ver con la hermosa imagen de la que gozaba en ese momento, los cambios milimétricos de muecas que aún resonaban en mi mente, la ausencia de palabras, el hecho de correr y dejar la puerta abierta, sin decir nada, pero con mil gestos mezclados, de sorpresa, de inquietud, de rabia contenida, de la imposibilidad de luchar contra su propio destino.

            Los minutos que esperé en el salón me parecieron horas. Mis dos vecinas en el baño, yo sentado en el sofá, con mi bote vacío en la mano, deseando con fuerza,

                                                                                                 casi con desesperación,

                                                                                                                         algo,

            no sé el qué,

                                                pero algo,

                                                                        deseando algo.

           

            Y luego vino ella, con un té de canela, y luego tú, con cara de haber nacido en ese momento, perdida en un lago de percepciones, mirándome desde atrás, desde una distancia predeterminada, desde ahí donde es imposible entrar. Y entonces recordé que me había enamorado. Quizá fuera por esa distancia, o por el olor a canela, o por las gotas de lluvia que bombardeaban los cristales, o por mi bote de sal vacío, aún vacío. Yo ya sé que estas cosas pasan así. Que nunca hay una única razón cuando te enamoras. Y que si, a lo mejor, no hubieras corrido de esa manera, o tu compañera de piso no hubiese pronunciado esas palabras, o si no me hubiese quedado solo en el salón escuchando el impetuoso e impulsivo ritmo de las gotas de lluvia...no sé...quizá me hubiese enamorado igualmente.

- Hola, yo soy Alicia –me dijiste mientras me alargabas la mano desde mil kilómetros

atrás (...yo quise besártela, pero no me atreví)-, en griego significa verdad. Y te sentaste a mi lado.

- Hola, yo soy Pedro- pero era mentira que esas palabras las hubiera emitido yo-, y no

sé lo que significa en griego- porque yo seguía pensando en ese gesto, en cómo me habías abierto la puerta, en la insignificancia del hecho, abrir una puerta, en tu manera de observar mi bote vacío, en el recorrido visual que hiciste desde mi bote hasta toparte con mis ojos, en los dos segundos que mantuvimos la mirada, en que aún soy incapaz de ponerle un nombre a todas esas sensaciones que rebotaron entre tus ojos y los míos, dos segundos, millones de impresiones, medias sonrisas, medias sorpresas, medios miedos, percepciones sobrecargadas, consecuente huida hacia el baño. Yo también hubiera huido, quise decirte en ese momento, pero me limité a aceptar amablemente el té, mejor con miel que con azúcar.

- ¿Ha parado ya de llover?- me preguntaste. Y yo quise estrecharte entre mis brazos y

besarte apasionadamente porque de repente recordé el son fantasmagórico que me había abrazado nada más verte. No sé si fue el rancio e insípido crujido de la puerta mezclado con un ingenioso relámpago que justo en ese momento pellizcó la ventana, o la música de tu casa, que sonaba a agua y burbujeaba desde los rincones del salón. Tierra, fuego, agua...y tú, que ya te estabas escapando, aire. Pero tampoco me atreví a besarte. Sí, ha parado de llover. Podríamos dar un paseo por la hierba mojada, acariciar la humedad de las hojas doradas, agarrarte la mano y pedirte de rodillas que, por favor, volvieras a representarme la escena de la puerta.

            - ¿Estabas cocinando algo?- me volviste a hacer una pregunta. No sé por qué nunca nos atrevemos a decir las cosas que realmente queremos decir.

            - Sí, un pollo asado, receta de mi abuela- porque entonces yo te hubiera explicado que jamás en la vida volvería a tener apetito, porque al abrirme esa puerta había sentido un barullo de todos que formaban miles de partes, el crujido tierra, el relámpago fuego, la música agua, el remolino de sensaciones aire... tu imbatible fuga, mi soledad en el salón. ¿Cómo podría volver a ingerir alimento alguno después de este espectáculo? ¿Cómo pensar en subir a comer un pollo predestinado a ser soso después de saborear tantos condimentos en una sola imagen? No, no... no podía más que retirarme a mi humilde morada, abatido por una hiperactividad sensitiva, y confiar en poder rumiar y relamer todo ese cúmulo de sacudidas.

- Mmmmm...me encanta el pollo- me sentí aliviado cuando me di cuenta de que era tu

compañera de piso la que había pronunciado esas palabras. Tú no volviste a decir nada. Te levantaste con una media sonrisa dibujada en el rostro, te acercaste al radiocasete y pusiste una canción, una canción que comenzaba con algo que sonaba a agua, como el otoño de los cristales, un desfile de gotas húmedas acentuadas en una gruta plagada de ecos, una oscuridad rudimentaria, una sensación de que a  l  g  o  comenzaba.

                        ¿Y qué es lo que comienza?,

                                                            quise preguntarte,

                                                                                     ¿qué es?

            Pero tú ya estabas a una eternidad de nuestros instantes. Mirabas por la ventana como si desearas que la lluvia mojara tu piel. Tu compañera de piso me miraba como si yo fuese el pollo que se estaba asando en mi horno. Y yo, que aún gozaba del crujido, de tu cabalgata de ademanes inacabados, del deseo desesperado, de la falta de palabras, de la madera húmeda...

 

...me levanté del sillón como buen enemigo derrotado...

                                                           

                                                ...di las gracias como buen vecino gratificado...

           

            ...te miré por última vez como buen enamorado decidido a indagar en la paciencia...

                                   

...escuché las últimas notas de la melodía oriental como buen vividor del otoño...

 

                        ...y me retiré...

                                                ... como buen cuentista que sabe que su cuento se ha acabado.

 

 

 

  Saltando olas,

     Oleando saltos


 

            El gran salto de su vida fue, cómo no, por equivocación.

 

                                                            Ni siquiera fue un salto...fue más bien un tropezón.

                       

             Elena y Alicia ya se habían recorrido todos los bares de Valencia. Se habían empapado de miles de gin-tonics y habían mantenido conversaciones de todo tipo con tipos de todo género. Misteriosamente, la noche había logrado mantener un aire intelectualmente sobrio en medio de una nebulosa incapaz de obviarse ebria. Pero de eso no se había dado cuenta nadie. Ellas hablaban, blahaban y rebanblabahn palabras sabias, importantes, palabras íntimas, presumidas. Con él, con ella, con los que se topaban, con los que subían, con los que bajaban. Ellas bailaban, banaiban y renaibalban pasos de luciérnaga, de mariposa, pasos escurridizos, enjabonados. Con los guapos, con los feos, con las altas, con las bajas. Parecían borrachas, pero ellas eran conscientes de que nadie lo sabía. Ni siquiera los camareros, que eran incapaces de dibujar el trayecto entrecruzado que Alicia y Elena rumbeaban de un bar a otro, habían podido romper la contradictoria burbujah que las rebosaba para cobrarles las bebidas.

            Ellas, más unidas que nunca, habían resuelto los problemas de sus vidas con la ilusión del poeta que, en pleno ataque de inspiración y unión cosmológica, escribe un poema, el mejor poema. Elena se lanzó de lleno a admirar profundamente la labor literaria de su compañera de piso y Alicia decidió bajo juramento que jamás volvería a gastar un ápice de energía en resolver problemas gástricos, que los usaría absolutamente todos para escribir bellos cuentos, cuentos encantados, cuentos saltamontes, cuentos pronombre maleta, para ella, para su Elena, su mejor amiga y la mejor compañera de piso que había en el mundo mundial. Que escribir iba a ser lo más importante a partir de ese momento, y que lo decía en serio, que éstas no eran palabras que se llevara el viento, que realmente se encontraba en un punto de inflexión, y que el mundo editorial ya podía empezar a temblar. Elena le dio la enhorabuena y, en pleno abrazo sinceramente leal y fraternal, Alicia notó cómo una espontánea burbujah tónica bajaba más de la cuenta y gorgoteaba en su estómago sin previo aviso.                               Alicia se separó del cuerpo de Elena, asustada, sonriendo una sonrisa confusa, desconcertada en su efervescencia embriagada. De repente sintió miedo en pleno punto de inflexión. De repente sintió un punto de inflexión en pleno miedo. Dijo que se estaba meando y salió disparada al servicio.

            Otra vez en el váter, soltando de nuevo heces obscuras e inciertas, Alicia ya casi se encontraba a punto de estallar a carcajada limpia. Con el gin circulando a todo correr por sus venas y la tónica entrometiéndose en sus ebrios sentimientos, Alicia le sonreía a una cara invisible que bailoteaba por la pared. “No entiendo nada”, le susurraba (¿me he enamorado de ella?), “no entiendo nada”, le canturreaba (¿me he enamorado de ella?), “pero me da igual”, canturreaba y danzaba con los brazos, “pero me da igual”.  Para cuando consiguió levantarse del lavabo, limpiarse las posaderas, tirar de la cadena, y despedirse de la cara invisible, Elena ya había consolidado una relación de trío con un chico y su gin-tonic. Así que Alicia decidió olvidarse de todo, retirarse del combate, no hacerse más caso, abandonar esa parte de ella que a veces molestaba tanto. Y se fue a pasear por la playa.

                                                           

                                                A Alicia le gustaba caminar, y más aún por la playa, y más aún si su conciencia se había quedado nadando por entre los restos de un gin-tonic. Le gustaba la sensación de la arena masajeando sus pies mientras éstos se debatían con la insaciable fuerza de la gravedad, procurando no sucumbir a sus encantos y acabar totalmente derrumbados sobre la arena. Pero en esta ocasión la gravedad luchaba contra un arsenal de gin-tonics, por eso Alicia tenía la sensación de que si dejaba de caminar, se caería al suelo, y si se caía al suelo, no podría levantarse hasta que su príncipe azul viniera cabalgando a lomos de un blanco corcel y la rescatara. Y como ya había decidido que eso no iba a ocurrir, que los corceles blancos no existían, decidió concentrarse en el caminar, en el movimiento cíclico de sus caderas, en el cambio de apoyo del peso, en la sensación arena y la sensación aire, en el balanceo de los brazos, en las articulaciones de las rodillas, en el coqueto movimiento de la columna vertebral. Y, de repente, se asombró de la armonía de sus oscilaciones, de cómo un pie dejaba el suelo para cedérselo al otro, de cómo volvía un brazo cuando se lanzaba el otro, de la elegante y casi imperceptible fluctuación del cuello, que parecía cerrar los ojos y pedir mimos al aire con el que se cruzaba. “Magia”, pensaba Alicia, “magia”. El movimiento era algo realmente mágico. Y la magia sólo se daba en el movimiento. Tan asombrada estaba que ni siquiera se dio cuenta de que se había parado para pensar en el asombro de la moción...

                                                                                                                                    y se cayó.

           

            Tumbada boca arriba siguió asombrándose. Arriba había estrellas, una infinidad de estrellas, abajo había granos de arena, una infinidad de granos de arena. Extendiendo ambos brazos a los lados y estirando las piernas podía sentir cómo era capaz de agarrarse a las estrellas sin dejar de sentir su cuerpo amoldado en la arena. Aire, tierra. Y, después de un rato, cuando comenzó a notar cómo algo húmedo y salado le acariciaba los dedos de los pies, se sintió más colmada que nunca. Agua. Las estrellas, la arena, el agua, la ondulación, el asombro. Alguien parecía estar tocando una bosanova sólo para ella, toda una orquesta a orillas del mar, vestidos con frac, todos guapísimos, todas guapísimas, con unos instrumentos preciosos, tocando agua, sonando arena, vibrando estrellas, flauteando violines, acariciando cuerdas, punteando danzas. Y lo más asombroso de todo era que si cerraba los ojos veía mejor las estrellas, se acurrucaba mejor en la arena, escuchaba mejor la música, saboreaba más la sal del agua, se sentía más unida a la ola saltarina. Tan adherida estaba al mundo, tan inconsciente estaba de su cuerpo, que hubo un momento en el que pensó que la tierra se mecía bajo ella, al mismo ritmo de bosanova que le tocaba su orquesta, una bosanova-nana, que la acunaba, suave, como si se tratara de una balsa flotando en medio de un lago.

 

 

            Hasta la mañana siguiente,  no se dio cuenta de que, efectivamente, estaba flotando en una balsa,

            en una balsa isla,

                        en una isla llamada Amorgós.

           

            Se despertó bañada en agua salada, masticando granos de arena, chirriando un dolor de cabeza y bailando aún con el eco de la bosanova. Logró ponerse de pie sin la ayuda de ningún príncipe azul, sin el trote de ningún blanco corcel, y miró el mar. Era enorme. Y oleaba saltos. Y cuchicheaba murmuros...sssshhhhhh...sssshhhhh...Y, sobre todo, tenía un horizonte, un horizonte finitamente infinito. Ssshhhh, ssshhhh.

            Se sonrió. Menuda borrachera ayer. No sé ni cómo llegué hasta aquí. A ver ahora cómo encuentro yo el camino a casa. Y a Elena. A saber dónde estará.

            Miró a su alrededor, buscando algún zapato, alguna sandalia, no recordaba muy bien su indumentaria. Tampoco tenía su reloj. Miró hacia arriba y enseguida se arrepintió, el sol parecía interrogarla justicieramente. “No sé”, dijo en voz alta, “no sé”.

 

                                                                        Optó por caminar hacia alguna de las dos direcciones. Cogió la derecha por una cuestión de instintos. No le cuadraba mucho el paisaje. Había demasiadas rocas, demasiada arena limpia, ningún bar, ningún borracho durmiendo. “Ayer debí caminar mucho”, pensó, porque parecía estar en una isla desierta. Y entonces recordó las sensaciones que había experimentado al caminar, el penduleo de los brazos, la sabiduría de los pies, el equilibrio de la columna. Se sonrió –qué bien, sentir cosas nuevas haciendo lo mismo de siempre- y siguió caminando, dispuesta a profundizar más en la tracción del meneo, a indagar en su propia cosecha de percepciones, a investigar razones, causas, efectos. Cuando, de repente, escuchó el sonido de un clarinete rebotando por entre algunos de los pedruscos que descansaban sobre la arena.

            Se paró.

                         Advirtió la presencia de un miedo.

                                    Volvió a escuchar la melodía, una melodía familiar.

                                                Percató dos miedos.

                                                            Miró a su alrededor. Obviamente el paisaje no era el de Valencia.                                                        

                                                                        Tres miedos.

                                                                                    ¿Dónde estaba? ¿Y por qué tenía la sensación de estar en continuo movimiento si sus pies ya habían parado de caminar?

                                                                                                Cuatro miedos.

                                                                                                            ¿Y dónde estaba el váter? ¿Dónde había un váter? ¿Un váter?

                                                                                                                        Cinco miedos.

           

            Con cinco miedos ya tuvo bastante. Se sentó, decidida a dejar los sustos de lado, y empezó a canturrear la canción del clarinete. Si era verdad lo que ella sentía que estaba ocurriendo, era preciso que el clarinete viniera a ella, y no al revés. No sabía muy bien por qué, pero lo sabía. Y eso le dio confianza. Se olvidó del váter. Eso también le gustó, cogió más confianza. La canción se la sabía muy bien. Eso le encantó. Sobre todo cuando el clarinete paró y ella siguió, porque parecía que el clarinete se había metido dentro de ella, y que ambos cantaban a la vez, desde ella, a través de él, juntos. Para cuando él apareció por detrás del pedrusco, ella ya había dejado de cantar, pero la canción seguía sonando, en el aire, en los huecos de las rocas, en las caricias del mar, en los pasos de la arena.

            El griego se acercó poco a poco, sobre todo poco a poco, sin prisas, un paso detrás del otro, y se sentó a su lado. Se miraron. Se rieron. Se asombraron. Un poco. Se asombraron un poco. Porque tampoco era tan extraño estar en una isla que navegaba sin rumbo. Tampoco era tan extraño haberse encontrado en medio de una playa desierta, ni que conocieran la misma canción. Tampoco era tan extraño.

                                    Ia su, dijo él. Hola, sonrió ella. Thelis na pame kapu yia na fame kati?, preguntó él. ¿Conoces algún sitio por aquí donde podamos desayunar?, preguntó ella. Y ambos se levantaron a la vez y caminaron.

                         Simplemente

                                                caminaron.

 

Imaginando huellas

 

            Desde que había llegado a Amorgós le ocurría que a veces le acariciaba alguna imagen.

Podía ser en cualquier contexto, paseando por cualquier playa, tocando su clarinete en cualquier tonalidad, comiendo en la taberna del pueblo con el resto de los habitantes de la isla o almorzando él solo en su casa, vistiéndose, duchándose, triste, alegre, mirando en los ojos de alguien, cerrándolos para descansar. De repente se presentaba una imagen, una sensación muy fuerte, muy determinada, muy concreta. Se acercaba a él, bailaba a su alrededor y se volvía a esfumar, así, como si nada. Eran imágenes muy cuidadas, muy mimadas, envueltas en miles de detalles, acolchadas en una honda manta de emociones: la sensación naranja y pausada del otoño mientras caminaba por la calle que le llevaba al colegio, el meneo aletargado del coche cuando sus padres lo llevaban al médico, la mirada esquiva de la niña de la guardería que una vez le dio una bofetada, el sabor caliente de la sopa de su abuela en invierno, el susurro del mar cuando su abuelo lo despertaba por las mañanas, el olor a viejo del garaje de su vecino donde guardaba la bici, el calor de los rayos del sol en sus hombros cuando salía de bañarse en el mar, la risa explosiva de su profesora de sexto grado, las melismáticas melodías que tocaba el bouzouki en la taberna donde su padre pasaba las noches.

           

                         Y ahora estas imágenes le asaltaban en cualquier momento de cualquier lugar de la isla que, a su vez, se encontraba en cualquier momento de cualquier lugar del mundo. Así que las imágenes, sus recuerdos, también se movían, también viajaban, también se mecían en las ondulaciones del mar.

                        Y esta sensación de estar esparciéndose por doquier, de ir soltando imágenes por aquí, por allá, como un Pulgarcito que escribe su trayectoria con migas de imágenes, con huellas impresas en el aire  ... era como no pertenecer a ningún lugar y, sin embargo, sentirse arropado en todas partes. Era como ir abandonando cachitos de un algo que no terminaba nunca de formarse. Como si jamás se le pasara por la cabeza volver a recoger esos cachitos que se desprendían de él, sus capas geológicas caducas, porque, una vez ahí fuera, ya no le pertenecían. Ese algo, su él, su yo, nunca terminaba de alcanzar una forma, nunca terminaba de trazar las líneas definitivas, nunca terminaba de pertenecerse del todo.

 

 

            Aquella mañana, cuando despertó temprano y fue a tocar su clarinete a la playa más desierta de la isla, cuando sintió la vibración de una voz femenina que seguía la melodía de su canción, cuando dejó de tocar y escuchó la canción silbando por entre las teclas de su clarinete... sintió, de repente, el olor a cerrado de su vieja sábana de cuadros, su textura desgastada, la sensación de abrazarse en ella, el deseo de no querer salir de allí, de que alguien se acurrucara junto a él, de que alguien le acariciara la cara y le trajera una taza de té. Se acercó a la voz sabiendo perfectamente quién era (aquella españolita que le había abierto y cerrado el corazón) y qué hacía allí (sus pasos, irremediablemente, habían acabado juntándose con los suyos), pero en su cabeza sólo veía la sábana, sólo percibía la sensación de ausencia deteriorada, el acurruque, la caricia, el té. Cómo pudo quedarse tanto tiempo ahí dentro, en ese falso abrigo, en esa necesidad de ser caracol, de esconderse en su concha y no volver a necesitar nada de nadie. Y, por otro lado, qué bien se estaba allí metido, no dejándose necesitar, recibiendo, entre soledad y soledad, visitas de sus abuelos. Sin embargo, contra todo pronóstico, cuando se sentó junto a ella olvidó su imagen, así, de repente. Se miraron. Se rieron. Se asombraron. Ni ausencias, ni cerrado, ni desgastado. Ni acaricias de té, ni  acurruques caracolados. Sólo vio su cara sonriente de recién llegada a Amorgós. Y le hizo gracia. Pensó que quizá tendría hambre, la gente siempre llegaba con hambre a Amorgós. Thelis na pame kapu yia na fame kati, le preguntó él, ¿conoces algún sitio donde podamos desayunar?, dijo ella, y se acordó de un bar que había abierto una española regordeta y simpática cerca de la playa.

            Mientras caminaban hacia el bar él aprovechó el cómodo silencio reflexivo e hizo lo posible por volver a sentir la sábana de cuadros. Porque una vez la imagen lo asaltaba a mano armada, a él le gustaba regocijarse en ella, recordar todos los detalles posibles, nadar en sus gelatinosas evocaciones. Pensó en el dolor que había sentido allí, metido en esa sábana, en la sensación de pérdida, de soledad, de estar perdiendo su soledad, de encontrarse tan solo en su pérdida. Apenas notó cómo la españolita se cogía de su mano y se arropaba en ella. Tanto se sumergía en sus recuerdos que a veces una imagen le evocaba otra, atraída a la primera por simpatía, y ésta a otra, y ésta a otra, y así hasta que el deseo de volver a la realidad paralizaba sus piernas, su caminar. Por eso cuando volvía del paseo por sus imágenes muchas veces se paraba y miraba a su alrededor (Alicia se paró con él. Le gustó la expresión de su cara mientras volvía de imaginar huellas.). Recordó el salto. Plof. La mirada de sus abuelos. Chas. El punzamiento en el pecho. Au. La primera mirada a Amorgós. Buf.

            -¿Tú crees que tendrán café con leche aquí?

            La españolita lo miraba con curiosidad, con una medio sonrisa burlona en la cara. Ya estaban en el chiringuito. A través de unos bafles antiguos sonaba una guitarra triste. Una voz rasgada, ronca, brillantemente apagada, cantaba.

             ...se abren las colmenas, se rompe el cristal, que el sol de un día alimenta el mundo de la noche fría...

            No sé, pensó él, no sé. No sé por qué tengo que recordar mis trazos, mis huellas, si ya están tan pisadas, tan gastadas, tan embrolladas, que realmente no se distinguen de las de cualquier otra persona, de las de cualquier otro sentir.

            ... Tal vez cuando en tu noche se apaguen las estrellas, te llenaré de luz si llamas a mi puerta...

            No sé, pensó ella, no sé. No sé cómo he llegado hasta aquí. Parece que hasta ahora no he hecho más que imaginar, imaginar mi vida, imaginar mis pasos, imaginar mis huellas.

            ...Tal vez cuando tu lluvia empañe mis vidrieras,  escribiré tu nombre, quizá en primavera...

 

            Ella no sintió ganas de ir al lavabo. Él no presintió ninguna abolladura. Y ninguno de los dos se dio cuenta.

 

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