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JOSÉ CACHO RIVERA

Siete bonitos cuentos escritos por José Cacho, y que me a ha remitido, desde Méjico, una pianista que de vez en cuando me pide partituras para piano.

Entre los vagones. Por José Cacho Rivera 

 

 

Introducción.

 Hace unas semanas empecé a notar subrepticiamente que mi capacidad de creación y almacenaje cognoscitivo, -puedo decir que tengo buena memoria, estaban menguando; paso a paso y blog tras blog, noté también que la pasividad de los escenarios cotidianos violaba la atmósfera de cándida inspiración que me ayudaba a llevar al papel esos temas alternativos de mi cabeza. Me di cuenta también, de que los tópicos iban en un progresivo y trágico descenso debido a las presiones del trabajo y de la academia. Escribía y borraba sin sentido. Escribía y borraba simultáneamente.

 Por ello, a partir de esta ocasión, este espacio se concentrará en la tarea de emular las acciones de aquellos “concentradores de historias” llamados también escritores, los mismos que viven por las calles recopilando anécdotas de cantina y acumulando visiones de la gente que las cuenta como propias o ajenas, o simplemente, que se constituyen como redentores de tales historias ante la confesión de la gente que las inventa para escapar de su realidad. Así las cosas, iré desmenuzando esta maraña de situaciones episodio tras episodio y tengo decir que mi labor será completamente vivencial, qué quiero decir con esto: día a día, ceremoniosamente me subo al metro, de repente es el mejor lugar para tener un par de potentes antenas espías por oídos y me resulta absolutamente necesario hacerlo, les cuento: diariamente viajo dos trayectos (ida y regreso) de una hora a hora y media en promedio, es decir, el traslado se convierte en mi taller particular de personajes que dura casi tres horas diarias. A veces me siento como un patiñezco asistente a un grupo de trabajo de AA, donde tengo las siguientes líneas: “…Hola soy KaCho y tengo un problema… soy bohemio…” y justo después viene la peculiar carretada de aplausos. A fin de cuentas la labor de todo escritor se reduce a la de comunicar las historias que la gente ha contado durante su vida, voluntaria o involuntariamente. Este agente es un metiche concentrador de impresiones. Como dice una amiga: hablar no es escribir (generalmente la gente que habla mucho, es más extrovertida y la más introvertida expresa de mejor manera sus ideas de forma escrita) y escribir no es nada más conocer palabras “domingueras” o rebuscadas. El que escribe hace de las ideas, las aventuras de diaria inspiración de alguien más.  

 Sin duda, el metro se convierte en un tipo de escenario romano de gente con múltiples problemas existenciales (entre otros problemas): corbatudos dummies de oficina, amas de casa decepcionadas de la vida, estudiantes avocacionales, payasos sin maquillaje, cómicos sin rutina, etc. Ahí se encuentran las historias sin canal en este mundo de comunicación en masa. Están esperándome.

Capítulo I. Ella.

 Son las 5:00 a.m., mi cuerpo repara entre caminar hacia la ducha que aguarda en el baño o bien, seguir viajando entre las sábanas unos minutos más, es uno de esos días en que pongo múltiples alarmas porque sé que será una tarea realmente difícil levantarme a pesar de haber dormido mis rigurosas 4 horas, que a veces son 5. Siempre espero a que ocurra ese imperdonablemente cachondeo con las cobijas que me cautiva. Finalmente pongo un alto rotundo en el sonido de la última de las alarmas y me sugestiono a levantarme por completo. Sigilosamente saco mi disco preferido de los Pink Floyd y lo coloco en un volumen moderado pero suficiente para escucharlo hasta el espacio de la regadera; es un disco que mucha gente escogería para incorporarse del letargo, yo lo prefiero por diversas razones, y una en especial es que su música, y particularmente por el orden que guardan el playlist, me hace recordar que en cada episodio de mi vida suelen aparecer ciertos impacientes misterios y en cada uno el ejecutante del acto del suspenso puede volverse un genio, lamentando al final que nadie le escuche o lo comprenda para permanecer maquinando el resto de sus aventuras desde la cama de un hospital psiquiátrico. Para muchos de nosotros la suerte del diario no es distinta, sólo que nuestras peripecias se confunden en un hospital ‘mediático’ que aumenta algorítmicamente cada día su población de pacientes enajenados, con los que convivimos diariamente.

 Me levanto tarde y hago todo de prisa y mal; me doy un baño mientras me seco con la toalla, me visto de prisa y desayuno mientras cepillo mis dientes, olvido secar mi cabello y también mis lentes, ni hablar. Corro de forma descompuesta hasta el extremo de la calle y alcanzó estrepitosamente el autobús que me conduce al metro, veo nerviosamente una y otra vez el reloj del celular, y sigo cada segundo y minuto tratando de aminorar su avance, mi inconsciente no le da importancia, o bien no quiere percatarse de que voy bastante tarde a mi taller de personajes de esta psicoficción mexicana; me repito constantemente que el conductor de la unidad es una buena persona, seguro cuenta con una familia maravillosa y con amigos incomparables, aunque no parece demostrarlo. Arribo finalmente a la estación y compro boletos en la desordenada taquilla del servicio y me sorprende ver que a esta hora tan precoz, ya se encuentra la señorita (asumo tal característica pero en realidad desconozco si cuente con descendencia alguna) encargada de la singular ventanilla hablando por teléfono con sabe quién, distraída de sus labores tan estimadas y valiosas para los retrasados como yo.

 Nunca bajo las escaleras eléctricas corriendo, me parece bastante arriesgado para mi joven existencia. Entro con el tiempo exacto al vagón del convoy y empiezan las miradas a chocar desveladas por los espacios sin gente, y ahí está ella, como esperando a que escogiera el vagón indicado y la orientación debida, la veo un par de veces y las impresiones pasan de largo hasta el final del acero inoxidable de los tubulares. Hace lo mismo conmigo, es un encuentro casi imperceptible pero puedo observar todo lo que hace y cuando anticipo su cálida mirada acudo instantáneamente a los inútiles anuncios de la parte superior del escaparate colectivo.

 Nunca me ha gustado sentarme en el metro, y menos cuando hay lugares desocupados junto a ella y reservados sólo para mí; soy bastante perezoso y me sentiría inseguro al acomodar mi cuerpo en esos frágiles asientos, igual comenzaría mi cuerpo naturalmente a apagarse, mejor me quedo de pie y mantengo firme mi posición de descanso castrista, luego saco un juego de inservibles copias para distraerme mientras no la veo. Tengo mi música particular a tope y mis sentimientos in crescendo,  casi puedo adivinar lo que hace o a que dedica su tiempo libre, y siento que nos parecemos cada mañana representando una carrera desesperada por no llegar tarde a una cita imaginaria. Es cada ocasión una perspectiva diferente, por sus rasgos tan delicados y a la vez feroces puedo adivinar que es más que una secretaria ejecutiva de Polanco, por la forma en que viste puedo saber que le gusta salir los fines de semana a caminar por los centros comerciales, mientras disfruta de un helado nutricional, puedo ver en la camiseta debajo del suéter su vulnerabilidad y puedo saber también que muy temprano, como yo, la luz de su recámara es demasiado tenue, por que ese par de calcetines no combinan en absoluto ni con el pantalón ni con los zapatos que resultan un poco gastados para mis diurnos sentidos. No tengo un registro de las estaciones que frecuenta pero conozco cada mañana su programa de actividades, ilustro: después de cada pasaje a través del transporte toma sus libros y su bolsa de mano aprisionándolos fuerte contra su pecho y desciende de la unidad pensando: ¿Cuándo fue la última vez que alguien tan desconocido, me abordó para sacarme involuntariamente algunas palabras? Seguramente fantasea y al dejar de vernos así tan rápidamente olvida mi rostro después del almuerzo. Pero ella deja tantas cosas detrás, yo sé que la forma en que se mueve y mece su cabello jugando con él al caminar no es para nadie más que para mí, se lo agradezco, porque cada mañana quiero encontrarle entre los vagones y que su cara solitaria me cuente las historias. He decidido no hablarle ni preguntarle nada, quien soy yo para tratar de convencerla de algo en lo que seguramente hace tiempo dejó de creer; sólo quiero que se presente armoniosamente como lo hace en cada oportunidad y quiero ver en sus diferentes rostros a las mujeres que idealizo y que me dan a imaginar lúcidamente las cosas más inusitadas. Ella es un circo. Unas veces creo que es triste y otras es una luz de luna que me recuerda a los temas de mi disco matutino predilecto. No debe temer, yo nunca irrumpiré en su quietud que también puede ser la mía, nunca tomaré su nombre ni nada suyo, sólo deseo que no deje de asistir a cualquier hora y en cualquier estación a nuestros encuentros privados entre la gente que camina sin cesar. Ojalá que nunca se atreva a retarme y deje de ser tan irreal para mí, por eso me gusta tanto, porque no quiero tenerla. No me gustaría que descubriera lo que tramo cada mañana.          

 

Capítulo II. El predicador falso.

 Amanezco de pie y en sincronía con el vaivén del vagón que se mece con ese vals tan ruidosamente reconfortante. Ante mí se postra inesperadamente el asombro repentino de encontrarme en un escenario diferente en cada parpadeo e implora mi conciencia por la recapitulación matutina de los personajes de este nuevo documental. Así también, sobrevienen ante mí a lo lejos, las contundentes exclamaciones canónicas y los cánticos de salvación que provienen de una potente voz que se expande por el vacío y barrena el cerebro sin tocar los oídos. Lentamente comprendo que es una más de las actuaciones fantásticas de este cotidiano teatro de los sueños (y es que a esa hora no se distingue la realidad de la ficción) y entiendo paralelamente la imposibilidad de remediar tal situación. Pareciera un personaje creado por la imaginación bizarra de cualquier comediante de mal gusto, y tengo que pellizcar mi brazo para comprobar que lo que perciben mis sentidos verdaderamente está pasando. Se trata de este maniático que pregona a los cuatro vientos las fervientes e incendiarias líneas de su deshojado nuevo testamento y que dada la impresión que proyecta, alcanzó a distinguir en su semblante las consecuencias de vivir en un mundo hostil donde su maltratado aspecto intenta explicar el porqué dio el salto hacia la psicosis. 

 En efecto, el seudo poeta ortodoxo es el ejemplo perfecto de la catarsis citadina. Al respecto, he tratado de construir una teoría del porqué la gente común y corriente súbitamente se desconecta de la realidad. Puede haber distintas explicaciones: porque estas personas han conquistado la verdad científica del universo a través de los conocimientos; porque han entablado en estado consciente comunicación con el Valhala y preguntado directamente a los grandes iniciados; o bien porque han abusado intensamente de las drogas y el alcohol. En especial, roba mi atención los dones con que cuenta nuestro “maniac street preacher”, y observo que es experto en acabar de manera fulminante con la paciencia de los que congregamos este recinto colectivo y en cada momento se sacrifica en recoger gratuitamente reflexiones ingratas hacia su existencia, plasmadas en improperios y ofensas hacia su persona; además de que en cada intervención se lleva uno que otro puntapié subrepticio que denota las verdaderas intenciones de censura del auditorio.

 Voy a hacer un gran paréntesis en concordancia con lo anotado anteriormente; siempre me he preguntado: ¿cuál es el peor trabajo? Éste, me parece que requiere haber pasado por todos los estadios posibles de la extrañeza, tal vez, a la usanza de Don Quijote, los libros lo han llevado a confundir la realidad con lo que pasa sólo en el canal de la inconsciencia; sólo el falso predicador sabe qué libros habrían sido degustados y de qué forma la música que embriaga sus oídos pudo haber gestado esta epopeya interna de redención pero al mismo tiempo de odio a los hombre espurios. Seguramente este posmoderno padre comunitario, que a través del discurso proselitista pretende guiar a las ovejas descarriadas de vuelta al buen camino, es un representante legitimado para impartir por voz propia la doctrina de la religión dominante. Y si no lo es: ¿Quién atiende a nuestros subterráneos pecadores?

 A fin de cuentas me pregunto: ¿Qué es lo religioso? Puede ser la similitud en el comportamiento que todos procuran los domingos, una cierta conducta estereotipada de devoción galáctica y misteriosa hacia quien te dio la vida, o es un castigo previo al desenlace cómico mágico del fin del mundo, donde sólo lo más aptos y los arrepentidos esquivarán la carbonización eterna. Me parece que lo verdaderamente religioso en nuestro país, si por religioso puede entenderse una conducta repetitiva con ánimo de trascendencia, es la masturbación mental, ésta reúne todos los requisitos para clasificarse como religiosa; tiene de todo: culpa patológica, violencia física, rendición y comunicaciones paranormales, drogas que inducen hipnosis y ausencia del hambre, falta de sueño y de autonomía motora, y en términos generales, involucra un infinito juego de mentiras sobre la evolución del hombre y su culminante finalidad en el mundo. Digo que existen cambios de personajes y escenarios en este juego de  metáforas, en síntesis: el “ser” es siempre acto y existe fácticamente atendiendo a los ideales mundanos (comida, sexo, arte… entre otros) con los que comulga diariamente y le permiten sobrevivir, y por otro lado, el egoísta ente religioso quiere experimentar y castigar lo encarnadamente humano anticipándose al desenlace, y de esta forma echar a perder la vida pasajera y hedonista en menoscabo de los demás, dejando la propia inmaculada y a salvo para prevalecer hasta el fin de los tiempos.  

Capítulo III. Los azares del pordiosero.

 Hace mucho que no me despertaba con dolor de cabeza. En otros días, era un comportamiento matutino bastante recurrente cuyo objeto primordial era enfermar las raíces del recuerdo de mi estado de ánimo una noche antes, y posteriormente, prescribir un par de pastillas alcalinamente blancas como desayuno. Tal y como sucede esta mañana, manifestándose ora intuyendo alguna gesta entre la razón y la ciencia ora guardando secretos que pretenden salirse de la cabeza.

 Confundido por la distracción del dolor, pensé en esto: los secretos mejor conservados son los que sabe la gente que enmudece cuando quiere comunicarlos. Tanta gente muda en la ciudad empieza a desesperar la necesidad de compartirlos. Permítanme canalizar debidamente en ideas el diminuto infierno particular en mi interior. La gente que camina errante por el metro, ha desafiado completamente la ficción de los eventos que diariamente interpreto y plasmo en estas líneas. Estas personas se encuentran inhibidas para contar su versión de la realidad, y varados en la desdicha, han ocultado desde hace tiempo a su dios benévolo mostrando el dolor de vivir cada día fuera de la sociedad. Incapaces de convivir con el resto de la gente, aparecen las necesidades económicas que nunca perdonan y es cuando su verdadera vocación surge con el semblante marchito del mendigo que pide más que una caridad para seguir adelante. Sin Dios, dejan de pedir y se alistan a trabajar mintiendo desde el frío que contagia el olvido. ¿Quiénes son, cómo viven realmente y porqué lo hacen?

 Se encuentran cada mañana en la misma fría estación de trabajo, puntuales -pienso, deberían pedir trabajo de velador o guardia de seguridad. Fingen la diaria desdicha y por cada peso arrancado por la molestia de los sujetos viven un día más entre las láminas rehabilitadas de los vagones del transporte colectivo, son ellos los que fingen tener una voz subrepticia y escabrosa que cause temor y al mismo tiempo exprese la dureza de los rostros que van cambiando. Pobres drogadictos, ladrones, estafadores y víctimas rehabilitadas del mundo, vagabundos y sucios, son quienes representan a las víctimas del crimen de la pobreza y la falta de oportunidades. Nunca toman la responsabilidad de dar de comer siquiera a ellos mismos y escasamente cubren sus cuerpos en el invierno, también maldicen al gobierno que es maligno para todos; aunque sería imposible que sea el origen de todo lo malo que observamos en las calles. Toda esta gente tiene las horas contadas y sin duda, viven aún entre nosotros, no temen a la muerte, sino a ellos mismos que van dando muerte que contamina su alma y se pudre con la suciedad de sus conciencias.

 Hace algún tiempo dejé de creer en los hombres, y recientemente me percaté de que los que me habían traicionado sólo eran los que jugaban a ser pobres. Ya lo dijo Nietzsche con bastante poco tacto pero con mucha razón: “…Yo no doy limosnas porque no soy tan pobre…”.

 ¿Hay que dejar de pedir… para dejar de serlo?

Capítulo IV. Ríe Chaplin, Ríe.

 Como de costumbre, la noche de anoche me fui a dormir con la lista de pendientes muy firme en mi mente, ocasionando que amaneciera demasiado rápido y que tenga que salir corriendo de mi hogar tratando de no retrasar más el inicio de mis labores cotidianas. Puede decirse que desayuné pasta de dientes temprano ya instalado en el vagón del metro y en esta ocasión la tardanza fue coadyuvada por la lenta contemplación frente al espejo, es decir, tarde unos minutos más ataviándome con suma precaución pues necesitaba acomodarme en el traje de abogado y  hacer acto de presencia en una localidad formalmente funesta llamada tribunales del fuero común. Fue cuestión de minutos para que apareciera este personaje que dio inspiración al texto que ahora desahogo frente al monitor.

 Como cada amanecer, este individuo arranca la interpretación de su rol dejando de lado al fantasma del hambre, usualmente roba una que otra sonrisa de los que comparecen ante el inmutable panorama de los andenes. Es un cómico vagante, un loco. Un comediante bipolar, que no se divierte en absoluto haciéndonos reír. Afortunadamente para mí, es un virtuoso en el alegre trabajo de provocar lástima. Disfruta su pequeño deleite de todas las mañanas, cuando sopla y resopla para evitar la caída, imitando con los labios un silbato que seguramente vendió en la última escena de inanición. De soplido en soplido agita por los aires dos naranjas que seguro poco más tarde serán su único desayuno. Él se denomina Chaplin, o por lo menos confirma ser un remedo del mote, aunque apostaría las monedas que estoy apunto de entregarle a que él es el verdadero y no una baratija más de los que concursan por un premio entre los tumultos de gente. Pienso detenidamente en las maniobras que se desenvuelven gracias al “performance” que tuve oportunidad de presenciar. Es muy bueno en realidad, y obliga a la reflexión que va más allá de la caracterización del personaje. Cuántas veces habrá tenido que ver las películas de aquella época, cuando la gente no necesitaba escuchar sandeces ni estupideces mezcladas con ironía para soltar la incontenible carcajada.

 Al fin, llega a consumarse el trayecto y me formo cerca de la puerta de salida para descender con agilidad del convoy, que por increíble que parezca, a esta tempranísima hora de la mañana va atestado de pasajeros ávidos de empezar a caminar agitando los brazos jalando con fuerza hacia el exterior. Y de nueva cuenta frente a mí, Chaplin visiblemente agotado, camina también ocupándose de pelar sus volátiles naranjas, mientras se retira con un paño el maquillaje del rostro. Empiezo a caminar más lento, casi en sentido contrario a la gente, a fin de retrasarme en cada paso, de forma que pueda empatarle para acompañarlo en su recorrido. Caigo en cuenta de que es una persona como cualquier otra. Tan cotidianamente humano y a la vez tan frágil. No puedo quitarme de la cabeza que probablemente este individuo cuente con otra personalidad debajo de la armadura de payaso cómico vagante. Tal vez como yo, tiene un trabajo común y corriente y por la tarde regrese a su domicilio como cualquier persona normal. La diferencia es que él ocupa su tiempo eficientemente. Cuando yo voy despertando después del trauma que representa enfilarme hacia el trabajo, él ya está ganando algunas indispensables monedas. Tal vez el día de mañana le rinda un homenaje. Me levantaré más temprano de lo normal y practicaré unos chistes para ir contándolos mientras me traslado. Es una gran estrategia financiera. Como ven las respuestas son asequibles por doquier. Sólo hay que saber escucharlas.  

      

Capítulo V. Los fantasmas de mis otros yo, o bien, la navidad de la familia ébano.

 Una mañana más en la que veo acercase sigilosamente la solución a los problemas financieros de los mexicanos –hablo entre otras cosas del aguinaldo y otras divertidas prestaciones de las empresas, y que se hace acompañar del síndrome del no ausentismo laboral y de la histeria colectiva provocada por la lucha dentro de los almacenes comerciales que tratan de reivindicar en esta época del año al consumismo infame y sin razón que implantan en las débiles mentes de la población a través de la propaganda subliminal que bombardea los sentidos, todo lo anterior, en contra de los que pugnamos por la tranquilidad de un transporte público eficiente y alternativamente pagamos las consecuencias de las malas decisiones del gobierno capitalino, entre los que me cuento a mi mismo, tratando de aminorar la losa tan pesada en que se ha convertido la cotidianidad de las semanas, parece que el mundo está fraguando un complot en mi contra y muestra a cada instante los acontecimientos que me traumatizan profundamente y calan mi debilidad, propia de las épocas decembrinas en que planeo sobrevivir, mas que disfrutar.

 Ahora viene a mí el arrepentimiento convertido en coraje por la imposibilidad de levantarme más temprano, tratando de sortear los tumultos de la gente desquiciada y amante de la desesperación, y tengo que dejar pasar un par de vagones  atascados de problemas sentimentales, conflictos laborales, síndromes de abstinencia y una que otra singular alucinación adolescente, de aquellos que creen estar enamorados y no ser correspondidos. Después de un buen rato, me las arreglo para sumergirme en la multitud y viajo junto con ellos hacia el destino de todos los días, apuesto a que llevó el mismo semblante temático que refleja la ignorancia diaria de mi propia muerte, pero el de ellos parece diferente por momentos, por lo menos para mí vulnerable estado de ánimo, parecen brillar siendo más felices. Dentro de todos los años que he utilizado, más por necesidad que por gusto, el transporte público, después de un tiempo de repetir mis conductas hasta la enfermedad, en otras palabras, ilustro: subir al mismo vagón prácticamente a la misma hora y observar que la gente idéntica está sentada a mi susceptible alrededor cada mañana, ha ocasionado que extraños sueños emerjan de la oscuridad del túnel y se inserten violentamente en el canal de la imaginación. Tal vez sea por la inanición matutina provocada por la falta de desayuno pero he llegado a pensar que la niña que se encuentra enfrente y que me mira con intempestiva ternura puede ser mi hija, o la mujer que abraza con cariño a su esposo y después me regala una cándida mirada pudo ser en otra vida mi madre o mi hermana, no lo sé, siempre que se abren torpemente las puertas regreso galopante a la realidad tan insoportable y dejo de pensar en mis pseudos parientes, pero no encuentro otro significado para las sonrisas. A medio trayecto encuentro personas similares a mi, que interactúan en este gran carnaval y que idealizo como otros yo  que viajaron por el tiempo en sus eclécticas naves atemporales y vienen a prevenirme sobre el violento futuro que le espera a la raza humana, se comunican conmigo a través de guiños y de signos que no entiendo. El fenómeno se repite todos los días y cuando pienso en evitarlo siempre aparecen los imaginarios descendientes que alteran la composición de mi sueño matinal, aunque después comprendo que es parte de la rutina y que no debo cuestionarla, sólo tragarme las inofensivas y curativas mentiras dejándolas pasar a mi interior.

 Veo que las personas que me intimidan con su amabilidad se repiten y se esfuman rápidamente en cada mañana, y es muy común que las recuerde en un rato impaciente de ocio más tarde, tal vez en el almuerzo o en la comida, como tantos otros sujetos que automatizan sus conductas: saludo, reverencia y agradecimiento; todo es tan mecánicamente armonioso. Toda la gente está usando el mismo patrón hasta agotarlo y agotarme. Es necesario que minutos después de experimentar el fenómeno piense en las fiestas de este amable mes y en el ánimo de caridad y compasión que embriaga a la gente. Resulta un poco egoísta de mi parte desear que la gente se conduzca con absoluta sinceridad, pero hay que ser realista: los medios son más fuertes que yo, y no pienso convertirme por ahora en ese maniático idiota predicador que pretende expiar las culpas tratando de convencer a la gente de sus extraños motivos terapéuticos, es muy pronto en mi vida –pienso, es muy temprano por la mañana. Todos deberían saber que la Navidad es un vicio y un gran equívoco. Sé que hay grupos de trabajo como los AA o el quinto paso, que trabajan para convencer a la gente que la navidad es superflua, posmoderna y artificial. Lo cierto es que necesito protagonizar uno de esos grupos o inventármelo. Nadie sabe con certeza qué fue lo que pasó ese día de diciembre de hace aproximadamente dos mil seis años, alguien pensó en el indicio de una religión, otros, en el terreno comercial más importante y fértil de la historia de la humanidad. Es posible que odie la navidad, pero eso no importa en este texto, creo que sólo estoy aburrido de verla pasar impune cada año.  

Capítulo VI. La claridad del ciego.

 Sería tan fácil vivir con la mira hacia adentro… esta parte inicial del texto es una vil transcripción, es decir, no es auténticamente de mi cafeínicamente insoluble inspiración, la misma encuentra significado en la letra de una canción de cierto grupo de rock chileno al que he seguido fervientemente durante algunos años. Vuelvo a citarlo gustosamente: vivir con la mirada hacia adentro… Aterrizo que es igual que permanecer en el umbral entre la ignorancia y la fantasía, es el conformismo en la ceguera de la incertidumbre y cada vez que se agota la visión en las taciturnas madrugadas me pregunto quién es más ciego que el que no quiere ver lo que está pasando a su alrededor.

 Yo conozco a alguien que alcanza a ver mucho más que todos nosotros juntos. No recuerdo su nombre, sólo algunas veces en que lo encuentro repartiendo bendiciones en el metro, el recuerdo de ese rostro y la asociación con el cuerpo que lleva el nombre sobreviene tan claramente y me refiero a él como si fuera un amigo, qué digo: un compañero. Sé que alguna vez me contó su historia y ahora mi distorsionada y bizarra imaginación está apunto de plasmarla aquí.

 Perdió la fe en los hombres y toda la esperanza terrenal que se puede comprar con dinero; se encontró varado y vagante en la drogadicción y el alcoholismo que le hacían convertirse en un monstruo de increíbles proporciones que en una noche de violencia alejó y devoró a su familia como en el Neptuno de Goya, sólo para demostrar cuán equivocado se muestra el destino expectante para cada alma inútil en este paraíso de contradicciones. Después de sostener la última de las batallas internas, decidió quitarse la vida gastando la última bala del revólver que un amigo íntimo le habría prestado, y en efecto, tomándolo de la forma más perversa posible lo aproximó a la sien y haló con fuerza el sensible gatillo que no falla, avanzando entre la carne y destrozando todo excepto la nervadura irreparable que le arrancase la vida y apagase el dolor en un instante. Tal y como lo imaginan, la prueba pactada por el destino se acercó a la divinidad pregonando por una nueva oportunidad, esta vez, quitándole un sentido y concediéndole muchos más. La bala nunca se detuvo contra el marginado cerebro de nuestro héroe, sólo contaminó su vista hasta perderla por siempre. Ahora, vuelve sigiloso sobre sus pasos tratando de arreglar lo que en su momento convulsionó el panorama, ahora goza de la perspectiva que yo nunca tendré.

  Los párrafos que continúan en este texto, sin discusión podrían llamarse conflictos en el cuarto oscuro. Todo el mundo puede presumir que siendo más jóvenes contábamos con un escondite predilecto, donde nadie podía molestarnos y sólo nosotros sabíamos la clave para acceder al recóndito espacio en la tierna imaginación. Yo, en especial, disfrutaba de un pequeño gabinete que se encontraba empotrado en el mobiliario del despacho donde trabajaban mis padres, y resultaba toda una expedición de los sentidos adentrarse al mundo donde el polvo conquista los pulmones y la vista se nubla atendiendo a los destellos de la soledad que por momentos enamora a la infantil creatividad. Todo el particular microcosmos creado respondía a la libertad de mi educación, consistente en el más puro albedrío, así, fui educado para tomar todas las decisiones posibles afrontando la responsabilidad propia en caso de error. Aún a ciegas en un mundo desconocido puedo decir que nací sin miedo a que el horizonte vulnerara mi voluntad. Soy justamente el opuesto a nuestro invidente héroe anónimo. Yo nací con la oportunidad de decisión en la punta de la lengua y la esperanza pendiente a ser asignada en el cuarto oscuro de la imaginación. No tuve que devastar nada ni nadie para encontrarme con el verdadero yo del mundo real. No tuve que accionar el fuego que carbonizará violentamente mis pecados, y tal vez nunca tenga que arrepentirme de aquellos eventos que han eclipsado las vidas de otros. Siempre he tenido presente que lo más importante de mi vida es trascender en los demás, en la gente que me rodea, en la gente que se enamora de mi sin conocerme, a quienes pretendo agradar desinteresadamente sin que disfrute estrechar su mano después. Al final de este retrato me pregunto: ¿Qué pasaría si nadie me ve, o si no puedo ver que me están viendo fijamente? No sé que haría sin la vista o sin el tacto, probablemente necesitaría ayuda para encontrar la dirección correcta entre los vagones.

Capítulo VII. Yo, el colector.

 Hace unos días me di cuenta de que detrás de las historias del metro que he venido escribiendo, se encuentra una historia en particular, que no es otra que mi historia particular. Hace algunos años, antes de que muriera mi padre, enfrente de la casa de campo en donde él vivía, se encontraban dos abandonados y sucios vagones de tren en donde mis hermanos y yo jugábamos inocentemente. Eran unos armatostes de hierro y madera que alguna vez recorrieron los rieles nacionales y construyeron la victoria de los revolucionarios mexicanos sobre el ejército constitucionalista, y que ahora yacen en la memoria fotográfica de los museos. Los recorríamos de un lado a otro, incansablemente como si fuera un fuerte agazapado del cual nos guarecíamos de los extraños, de la gente ajena, del mundo. Desafortunadamente no hay finales felices para esta historia, solo algunos crudos hechos que escasamente recuerdo y que relaciono innecesariamente con mis problemas.

 Recuerdo como las palomas captoras irracionales del maíz, se formaban delirantes y rebosantes de comida en el dintel de la entrada de la casa, cortejando deliciosamente sus plumajes e invitándonos a apuntarles con el rifle casero Winchester 50 que mi padre me enseño a manejar. Entraban los disparos en sus obtusos y diminutos cuerpos como flechas de una cacería mundana que nos permitíamos disfrutar los fines de semana, éramos felices y al unísono compartíamos el silencio del instante antes del martilleo del fusil.

 Durante estas semanas he comprendido la condición con que viven las personas como yo. Soy como un cesto de basura, lo que está almacenado en el fondo ha comenzado a descomponerse. Es necesario extirparlo del sistema para evitar la certeza de la metástasis. Así son mis recuerdos más precoces. Son una enfermedad que he tenido que aliviar a cuentagotas. Lo más difícil de aprender de los errores es finalmente olvidarlos, y creo que estoy condenado a repetir contra mis enemigos nunca perdonándolos.

 Soy devotamente un colector de diarias impresiones que difícilmente podré borrar de mi mente. No siempre se encuentran presentes y mucho menos al alcance, es decir, mi cabeza no podría soportar más ideas que las indispensablemente prácticas para subsistir. No poder olvidar permanentemente sería un infierno. Soy lento para dejar las cosas atrás. Me sorprendo con facilidad y mantengo las imágenes en el catalizador de emociones, unas veces en el conducto lagrimal apunto de derramarse otras en la hiel que se evapora fugazmente en el puño. Soy el cronista de las cosas superfluas y que no tienen importancia. Soy el sucio vagabundo que hurga en tus desechos. Voy viviendo, vistiendo y comiendo lo que tú dejas, por que yo nunca podré dejarlo.

Epílogo.

 Cuando un libro comienza con un prólogo, o bien, una colección de cuentos como éste, debe terminar con un epílogo. Sin esto, sería como entrar en una casa saludando para después largarse sin despedirse. Que falta de educación sería. Esta última frase no es mía, en realidad no es de nadie.

 Cuando comencé a escribir estos cuentitos a manera de desahogo emocional, nunca advertí los objetivos que de a poco venían escurriendo entre las palabras; primero, baste con encontrar entre línea y línea algo de la poca imaginación que presumo, segundo, viértase un poco de aburrimiento matutino sobre unos ojos adormilados y a la vez inertes ante las imágenes danzantes del servicio colectivo. El resultado es indeseable pero bastante sincero.  Además, es de todos conocido que los cuentos que aquí se exhibieron no resultan absolutamente propios del que los suscribe, son en su mayoría ideas subordinadas a la cotidianidad de los que no se dan cuenta que están actuando y yo soy el ambicioso escenógrafo que pone los azules, los amarillos y los rojos sobre la conducta de los deambulantes.

 Para concluir quiero agregar a este breviario de episodios, uno de tipo inmaterial, que sucede indefinidamente en cada fracción de tiempo al interior de nuestras cabezas, cada vez que intentamos penetrar la virginidad de los pensamientos de la gente que no conocemos, tratamos de conocer su historia, antes ajena y segundos después, improvisamos toda una vida atando cabos y convirtiendo las imágenes de penúmbra en un espiral brillante y eterna.